La heroína desconocida

Y sin embargo aquella literatura le entretenía para olvidar. Olvidar el día en que su pareja le abandonó. Olvidar los disgustos que le ocasiona su hijo mayor entregado a la droga. Estaba viviendo una especie de sedación que le hacía inmune a un sufrimiento más allá de lo que un ser humano es capaz de soportar. Era inútil esperar ver aparecer a un Superman que se hiciera cargo de su hogar destrozado. Los hijos menores apenas se ocupaban de la limpieza y de las compras. Aquellos brazos caídos no había quien los sostuviera. ¿Por qué no aparecían por la puerta Spiderman o aunque fuera el propio don Quijote que hiciera justicia en su vida?

En aquellos libros no se respiraba el caos y el azar de la vida real. El escritor tomaba las riendas del destino de sus personajes y se ocupaba de acometer lo justo, de castigar al malo, de premiar al bueno, de vengar a la víctima, en definitiva, la trama estaba sometida a un probable sentido estético que además proporcionaba un mensaje, una lógica, una justicia, una enseñanza.

Su vida no. ¿Qué sentido tenía el abandono del hogar de su pareja? ¿Por qué se extravió su hijo habiéndolo criado con afecto maternal?
Y para acabar de estropearlo todo aquella enfermedad irreparable. Su única ilusión nostálgica hubiera sido morir por algo, por alguien, por alguna causa altruista. Su muerte era de lo más estúpido. Quería meterse en las páginas de un cómic, tener superpoderes, tener en vilo a todo el público de una sala de cine, y salvar a los supervivientes del Poseidón, ganándose la simpatía de todos mientras se precipitaba sobre las llamas del buque.

Aún quería a su pareja, aún lo perdonaría si volviese.

Al día siguiente de su partida era hospitalizada, y cuando recobró algo de salud, su mal se convirtió en irreversible después que conoció el camino desgraciado de su hijo mayor.

Su último héroe lo descubrió en las páginas del evangelio de Juan. Hasta el fin buscó un destello de dignidad fuera de ella. Si le hubieran dado otra vida se prometió que sería diferente. Pero una noche de frío invierno dejó para siempre la única que se le concedió.
El médico la descubrió yaciente en su cama rodeada de libros, y sobre ella una Biblia abierta sobre su pecho.

Él conoció de cerca la vida de esta pobre mujer y todos los avatares por los que pasó los últimos meses. Y ahora tenía que certificar su muerte.

No se veía escribiendo en aquel frío papel que fue un fallo del corazón, o quizá del hígado, o quizá de los riñones. Nadie del vecindario que la conocía de cerca corroboraría esa causa.

Tampoco le hacía justicia aclarando en su certificado que murió de muerte natural, que no hubo homicidio.

Tampoco quería depositar sobre ella la única responsabilidad de su muerte por tener un organismo vulnerable y débil.

Lo único que deseaba hacer era devolverla al mundo fantástico de los héroes, localizar en ella la dignidad y no fuera, para que algún día fuese descubierta por otra persona en su misma situación.

Así que decidió dar comienzo a una leyenda certificando como verdadera causa: murió por haber amado.