La industria del armamento para la guerra se ha convertido en una auténtica industria de consumo que distribuye lo que produce y lo perfecciona constantemente. Aunque las exportaciones de armamento supongan sólo el 0,006 por ciento del comercio mundial (Enzensberger, H.M., Perspectivas de guerra civil, Anagrama, Barcelona, 1994), es evidente que si se siguen fabricando armas es porque existe una demanda global y continúa siendo un negocio lucrativo.
¿No induce todo esto a sospechar que la mayoría de las guerras tienen más que ver con el mercado de las armas que con la lucha por la libertad de los pueblos o los derechos de las personas? ¿No sería más eficaz invertir todo ese dinero que se gasta en armamento en solucionar las causas reales que provocan tanta guerra? A veces la sociedad se queja de la actitud de ciertos adolescentes a quienes un buen día se les cruzan los cables, toman una pistola y entran en un colegio para asesinar a sangre fría a sus propios compañeros. Tales comportamientos, ¿no serán el resultado de una sociedad adicta a la violencia? ¿el fruto, quizás, de imitar muy bien a sus mayores? Al fin y al cabo los niños hacen lo que ven hacer.
La guerra mata actualmente millones de pequeños por todo el mundo, mientras que a decenas de miles los convierte en soldados sin escrúpulos capaces de asesinar como si se tratara de un juego. Algunos guerrilleros, como los Jemers Rojos de Camboya o los antigubernamentales de Mozambique, torturan a los niños para convertirlos en guerreros feroces. En otros casos, como en el Zaire, se les hace creer que tienen poderes mágicos, son invencibles y no pueden morir. A veces se les envía directamente a la muerte ordenándoles que atraviesen campos sembrados de minas.
La UNICEF informó en 1996 que después de la guerra fría, durante la última década del siglo XX y como consecuencia de los numerosos enfrentamientos armados, murieron dos millones de niños en todo el mundo, entre cuatro y cinco millones resultaron inválidos, más de un millón quedaron huérfanos o separados de sus padres, doce millones perdieron su hogar y más de diez millones sufrieron traumas psicológicos. La mayoría de los niños que sobreviven a la guerra quedan profundamente marcados para el resto de sus vidas.
Esta triste realidad actual lleva a pensar que la sociedad globalizada se comporta con los más débiles como si fuera un monstruo loco que se devorara a sí mismo y destruyera a sus propios hijos. Es el nihilismo suicida de rechazar el porvenir de la humanidad, inmolando a las criaturas indefensas que constituyen precisamente el futuro de la especie humana. Mientras en unos países se lucha por los derechos del niño y se consiguen importantes conquistas sociales en este sentido, en otros se masacran de forma dramática y cruel como si no contaran para nadie. Son las sinrazones satánicas de la guerra contemporánea.
Durante las últimas cinco décadas a los países del Norte la guerra les ha quedado muy lejos. La mayoría de los enfrentamientos armados se desarrollaron, salvo dramáticas excepciones como el reciente conflicto de los Balcanes, en las antípodas de los países industrializados y su lejanía resultaba exótica. Tal situación contribuyó a extender la idea de que la violencia armada estaba exclusivamente relacionada con la pobreza del Tercer Mundo. Sin embargo, en la actualidad este planteamiento ya no resulta válido. La guerra se ha introducido también en el corazón de las grandes ciudades del Primer Mundo. Se trata de una especie de guerra civil llevada a cabo por skinheads contra inmigrantes de cualquier procedencia; terroristas que asesinan por la espalda a ciudadanos indefensos, en nombre de nacionalismos oscuros y excluyentes; mafiosos traficantes de droga que se matan entre sí en particulares ajustes de cuentas; escuadrones de la muerte, neonazis, policías corruptos, pero también ciudadanos “decentes” que cuando viajan como hinchas de su equipo de fútbol se transforman en un ejército de vándalos capaz de destruir, provocar incendios e incluso asesinar a los seguidores del equipo contrario.
En la actualidad la violencia armada no se da sólo en los países pobres, también en París, Londres, Los Angeles, Madrid, Roma, Nueva York o Berlín existe una agresividad latente y sin sentido que estalla de forma intermitente, constituyendo uno de los peores cánceres de la aldea global.
Se trata de una violencia sin convicción que parece haber perdido todo contacto con la realidad histórica y social del ser humano. No se tiene en cuenta quienes son las víctimas. Da igual que perezcan culpables o inocentes, hombres o mujeres, negros o blancos, niños o ancianos, armados o indefensos. Es la violencia para combatir el aburrimiento. “De este modo, cualquier vagón del metro puede convertirse en una Bosnia en miniatura. Ya no hacen falta judíos para llevar a cabo un pogrom, ni contrarrevolucionarios para ejecutar la limpieza étnica. Basta con que alguien prefiera otro club de fútbol, que su tienda de comestibles funcione mejor que la de enfrente, que vista de otro modo, que hable otra lengua, que precise de una silla de ruedas o que ella se tape la cabeza con un pañuelo. Cualquier diferencia se convierte así en un riesgo mortal” (Enzensberger, 1994: 28). A este peculiar tipo de guerras civiles se las ha llamado “moleculares” debido a su reducido tamaño ya que todavía no se han adueñado por completo de las masas.
Pero la violencia molecular adquiere rasgos suicidas. No se conforma con destruir al prójimo, que suele ser también el que está más “próximo”, sino que se agrede también lo propio, como si lo que se odiara en el fondo fuese la vida de uno mismo.
A los guerreros posmodernos parece que no les importe vivir o morir, quizás porque creen haber nacido en un mundo sin futuro para ellos. Su particular autodestrucción empieza por romper vidrios de los comercios, semáforos, buzones de correos, cabinas telefónicas o instalaciones deportivas pero termina aniquilando sus propias escuelas, las instalaciones hospitalarias que curan a sus familiares o las iglesias que les ayudan mediante alimentos gratuitos. Son las guerras civiles sin sentido en las que se lucha y se destruye a cambio de nada. Los protagonistas principales de tales batallas ciudadanas son los jóvenes obcecados por el automóvil que ven en el paro laboral a su peor enemigo. Esto les conduce a un desenfreno por el alcohol que les fomenta la codicia por poseerlo todo, las ganas de pleitear con cualquiera, de expresar su racismo o de volverse violentos incluso contra los propios padres.
Es la vuelta al mundo primitivo que vislumbraba Hobbes, la guerra de todos contra todos.
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