Nuestras pesadillas más angustiosas pasan por caídas sin fin al vacío, por espasmos provocados por una nada inquietante, por convertirnos en ángeles caídos con la cabeza baja, rodilla en el suelo y sensación de derrota ante una muerte en vida que pasa por la falta de libertad. Soñamos con extraños y sórdidos muros que nos encorsetan, que nos oprimen hasta que no despertamos.
Mi primera entrada en Can Brians para visitar a un ¿recluso? ¿prisionero? ¿reo? ¿cautivo? ¿encarcelado? ¿preso? es un paseo surrealista a medio camino entre miradas inquisitorias (soy un nuevo en un entorno donde casi todos se conocen, como cuando entras en un bullicioso bar de pueblo y todo se congela con uno de esos gélidos silencios) y el no saber cómo actuar, como todo buen novato que se precie.
Estoy dentro sin ver qué pasa dentro. Deambulo en un limbo humano entre la vida exterior y la supuesta no vida interior. El primer reto aparece al enfrontarme a una larga serie de normas no escritas que rigen una sencilla entrega de ropa, y que me obliga a revisar y rehacer el demasiado voluminoso paquete que llevo. El
no es una constante: no cartas, no envoltorios de plástico, no cinturones, no zapatos con cordones, no chaquetas azules o negras (para no confundirse con los Mossos), no más ropa de la que cabe en un cajón metálico habilitado para las entregas,… El cielo parece rasgarse en momentos como ese, pero una figura que había permanecido oculta, casi agazapada y ensimismada en la lectura de una revista al fondo de la sala, surge como un superhéroe salvador, sin capa, sin cabina de teléfonos, sin supervisión de rayos X. En un par de minutos, esa señora de mirada dulce y cansada al mismo tiempo reorganiza el caos de ropa montado s mi alrededor. Su nieto lleva dos años preso. Hizo algunos robos, pero tiene buen corazón y quiere ser dibujante. Mientras dobla con esmero un pantalón rebelde por exceso de bolsillos que luego nadie usa, cuenta como era su nieto de pequeño. Sin mirarme, con los ojos perdidos en algún paisaje impoluto, cálido. Él me dice: yaya, no hace falta que vengas. Pero ella no falta a su cita todos los primeros y terceros domingos de mes (cada módulo tiene sus propios días y horas de visita), cargada con ropa y con un remolque de lágrimas que llevan mucho, mucho tiempo negándose a aparecer.
Con una sonrisa efímera anuda mi bolsa de ropa de novato. Silenciosa. Entregada. Su sola presencia ha ensordecido el barullo que en todo momento preside la sala de entrada a Can Brians, un microcosmos endurecido, un simulacro de sala de espera de aeropuerto, con sus colas, sus maletas, sus horarios, sus retrasos, sus enfados, pero que en lugar de servir para volar a Glasgow, a Amsterdam, a Pamplona o a Roma, son para un vis a vis o para una visita en una cabina donde un grueso cristal separa dos mundos.
La vida no es tan mala aquí, me comenta N., si no buscas problemas. La voz de mi interlocutor suena hueca, metálica, como filtrada por la megafonía de un McDonald´s. Su particular infierno estaba fuera, en otra cárcel sin barrotes que le endurecía el corazón y le quemaba las venas con esa supuesta felicidad blanca y en polvo nacida de una supuesta libertad y una supuesta necesidad de experimentar con todo lo que nos salga al paso.
Cita su pasaje bíblico favorito, creo que de Juan, y no puedo evitar pensar como aferrar mi discurso a la esperanza desde fuera. Es un reto. El reto de distinguir entre los mil años de encarcelamiento que Apocalipsis nos promete para Satanás o entre los espíritus desobedientes que correrán igual suerte. Los discípulos también sufrirán cárcel, nos legó Lucas.
N. aguanta la mirada con firmeza, sonríe constantemente y hasta su madre, que vive a 3.000 kilómetros, suspiró aliviada al saber que estaba en la cárcel. Para ella, era otra perspectiva de la libertad, ya que los muros, las normas, los cerrojos y las alambradas significaban alejarse de la cárcel de la droga o de la muerte sin remisión al lado de un cubo de basura en cualquier callejón húmedo, de cualquier ciudad, de cualquier muerte primera. Y segunda.
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