El centro de Estados Unidos se resume en dos palabras: lluvia y nieve. Me he quedado embelesado mientras veía a un señor con chaqueta de cuadros al más puro estilo canadiense, echando sal en la entrada de su tienda para derretir la nieve, mientras exponía a los cuatro vientos las desventajas del invierno en la ciudad: los cortes de carretera y electricidad, el viento que acompaña a los copos, el perenne color blanco, la tristeza de los árboles sin hojas... todo acompañado del gorjeo de un tubo de escape lejano y del crepitar de la nieve fundiéndose, quejándose...
Al final,
tanto he permitido que el agua descansara sobre mí, que me he cogido un trancazo que multiplica por tres la fuerza de la gravedad. Ya que estaba allí, he entrado en una tienda y he comprado una caja de pastillas, a sabiendas de que los virus llevaban un buen rato conspirando y haciendo de las suyas. Creí por un momento que al haber pasado por Groenlandia y por aquellas tierras tan frías, iba a ser inmune a los estafilococos o como se llamen esos impresentables. Y es que todos somos humanos a veces, a pesar de que la combinación de frío, agua y viento nos parezca a priori algo inofensivo.
Echo una pastilla efervescente en medio vaso de agua fría y me quedo con la vista fija en su movimiento. La verdad es que no puedo girar mucho los ojos, pues al hacerlo noto el peso de los globos oculares, y es una sensación un tanto incómoda. Estornudo: soy una fábrica de mocos
. El malestar me empuja a observar cosas en las que antes no reparaba. Por ejemplo: la imagen sobrecogedora de una gran pastilla desintegrándose durante tres minutos, sin que yo pueda hacer absolutamente nada. Nada tan cruel como esa situación.
La vida es, en cierto modo, como una pastilla. Entra en contacto con el agua y todo se revoluciona. Va, a la par que desintegrándose o desgastándose con su gran efervescencia, desarrollando su inteligencia, viviendo, sintiendo, palpitando... las pasiones, el dolor, la risa, la juventud... se agita en su recipiente, y todo sigue alrededor, sin darse uno cuenta. Cuando ya está gastada, sigue siendo vida, pero parece que las burbujas no tienen ganas de moverse. Ya no hay ese estallido de emociones e impulsos que había antes, no... Es la vejez. Y si dejo quieto el vaso mucho tiempo, la medicina que hacía que esa pastilla efervescente valiese y tuviera un sentido, desaparece. Muere. Mi impotencia me impide erigirme en dueño y señor. La pastilla muere. Es entonces cuando se mira si ha merecido la pena sacar la pastilla.
Muchos dirán: coged las rosas mientras podáis, aprovechad ahora, porque vuestra vida dura lo que una pastilla en su vaso de agua; otros: lo que importa es el recipiente, y si el agua está limpia, y si la pastilla estaba caducada o no. También hay quien piensa que esto es un mal ejemplo. Es una idea que da para mucho. Pero yo creo que lo importante es que, si lo comparamos con la eternidad y lo grande que es el mundo, somos diminutas aspirinas. Con una vida que merece la pena sólo en la medida en que damos a los que nos rodean la medicina que necesita.
La de vueltas que le da uno a las cosas cuando tiene dolor de cabeza. Parece que tendré que pasar la Navidad aquí.
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