Si alguna persona solamente encuentra refugio para su existencia en los libros y casi renuncia al contacto y relaciones con su congéneres, es, tal vez, porque su vida ha sido un tormento horrible. Porque la vida, junto con sus golpes dolorosos, nos ofrece maravillas y milagros todos los días. La vida y sus avatares nos habilitan para comprender intelectual y existencialmente los libros que leemos. Pero también esos libros alguna luz arrojan a nuestra mente y corazón. Hacen aunque sea una tenue y vacilante luz incluso aquellas obras que se ocupan de las tinieblas humanas. Los horrores que describen, las cerradas oscuridades que exponen, son recuerdos preventivos de que los peores excesos de la humanidad nunca deben olvidarse. Los más delirantes mesianismos se han escudado en redentorismos ideológicos (“Las doctas tinieblas” les llamó Octavio Paz), que pronto echan mano de la pedagogía del terror para reeducar a la población bajo su mando. El listado es largo.
En la ficción escrita por Marguerite Yourcenar, hace que su personaje, Adriano, repase su vida, cuente su biografía como emperador romano con todas sus vicisitudes. En las páginas iniciales Adriano confía a su interlocutor: “El verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros. Y, en menor grado, las escuelas”.
¿Los libros que leemos nos ayudan a mirar a otros, y a nosotros mismos, con inteligencia, con sabiduría? Es cierto que con afanes de hacer atractiva la lectura de libros hoy se multiplican las campañas que presentan esa actividad como divertida, que requiere poco esfuerzo mental y siempre dejará sensaciones agradables. Algunas lecturas tienen estas características. Pero otras, tal vez las más memorables, nos hieren, dejan muescas que permiten leer a fondo la condición humana.
Las lecturas que dejan marcas nunca pueden sernos lejanas, no podemos acercarnos a ellas como meramente descriptivas de cosas que les suceden a otros. Siempre nos interpelan, nos llevan a examinarnos y muestran horizontes de transformación. Este poder tiene, por ejemplo, la mal llamada Parábola del Hijo Pródigo (le queda mejor el título de Parábola del Padre Amoroso). El libro de Henri J. M. Nouwen,
El regreso del Hijo Pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, me abrió los ojos para ver una riqueza que antes había quedado oculta para mí. A partir de esta lectura me puse a releer, a desmenuzar, todas las parábolas de Jesús y quedé deslumbrado y con ánimos para replantear mi práctica pedagógica. Otro relato, éste del siglo XIX (1886), es
El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, de Robert Louis Stevenson, lúcida descripción literaria de la doble naturaleza que habita no sólo en el personaje creado por el también autor de
La isla del tesoro, sino en el género humano. La lectura de este breve libro es un recordatorio brutal de la grandeza y miseria que convive en cada hombre y mujer de todas las culturas.
La lectura de libros es como un espejo, en ellos me miro como soy. Es como una ventana, que me permite mirar a otros de distintos tiempos y condiciones. Es como un microscopio, que hurga en minucias, y un telescopio, que me deja contemplar objetos y personas muy lejanos, a mí que soy miope. Pero la lectura, acto solitario, rabiosamente individual, me dota de mejores instrumentos para vivir la vida y sus retos, para aprender a convivir con mis contemporáneos, para entender el corazón humano, que es intrincado y contradictorio. Leer, para mí, es un acto que involucra todo mi ser, en él confluyen mi intelecto, emociones y voluntad. La visita constante de obras y autores queridos me revigoriza, me señala veredas y horizontes vivificantes.
Con todo que la lectura es parte consustancial de mi vida, hay espacios de ésta que aquella no puede llenar. Solamente en la medida en que se imbrican vida y lectura, ambas se complementan para forjar a la persona capaz de discernir qué momentos y circunstancias se están viviendo para actuar en consecuencia. Porque no se trata de ser experto en sesudos asuntos académicos, pero ser
analfabeto en las cuestiones afectivas y de la vida diaria. Bien lo ha escrito Juan Domingo Argüelles: “¡Cuántos que leen mucho, eruditos sin discusión, son incapaces de enfrentar las realidades domésticas más simples de la cotidiana existencia, y se desesperan ante ella mucho más que ante una frase compleja de Kant! Leer y vivir sólo pueden ser sinónimos en la medida en que ambos verbos se conjuguen para el bienestar de la persona propia y de las personas que están a su alrededor”.
Un famoso crítico de cine español/mexicano tituló uno de sus libros de manera reveladora:
El cine es mejor que la vida. Pienso que su exaltación del arte cinematográfico, y las obras maestras que ha producido, va en detrimento de algo que es más grandioso y maravilloso: la vida misma, que es la forjadora de realidades y sueños, de utopías y hechos que para bien o mal nos acompañan. Los libros
no son mejores que la vida, pero sí creo que la vida con libros es mejor.
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