Los colonos ingleses no estuvieron más acertados. Enfebrecidos por la absurda idea de que el Nuevo Mundo estaba asentado sobre un bloque descomunal de oro puro, arañaron y removieron, como hacíamos los niños, infatigablemente, para encontrar piedras y puntas de lanza.
La vida era difícil. Más que ahora. Podríamos decir que hemos avanzado mucho. Los colonos escogieron el camino más difícil: transformar el mundo, en lugar de adaptarse. Aún resuena en mi cabeza el paseo por Plymouth, y la imaginación sobrevolando sobre los barcos atracados en la orilla, cargados de maíz y judías. Escuchando el sonido de las azadas primitivas abriendo heridas en el suelo. ¿Para qué? ¿Para qué escarbar? Yo me pregunto a veces la utilidad de hurgar, de la necesidad impulsiva de ir hasta el fondo, esa sensación de la que el ser humano no puede deshacerse. El miedo a encontrar algo que no nos gusta, o de sorprendernos con que lo que imaginábamos no está ahí, puede ser demasiado fuerte. Sin embargo, seguimos arando la superficie, sea para que crezca algo en ella, o para enterrar algo de lo que no queremos volver a tener memoria, y entonces cubrir esa vergüenza con más tierra.
Caminamos por arenas que constantemente han de ser removidas, para que los pasos que logramos dar tengan algún sentido. El paisaje se va transformando. El mundo ha cambiado. Ante cada cambio, como los pequeños tesoros que se encuentran, la pregunta emerge: ¿es necesario? ¿esto es el progreso: avanzar sin pensar en las consecuencias? Hay quienes viven sin plantearse estas cuestiones.
Estoy en una casa de blancas paredes y techos impolutos. A cien metros de la entrada a Maytown. El débil y ancho río Susquehanna nos arropa con su canto y su danza lenta. El río es la frontera, la línea donde termina el mundo para los
amish y también para los
menonitas, la otra comunidad que vive por aquí.
Son una atracción turística para el estado, pero no han cambiado. Más que no hacerse preguntas sobre el progreso, da la sensación de que están por encima de esa cuestión, pues sus energías se concentran en vivir de la tierra, en redefinir el bien y el mal para las nuevas generaciones. Desde la casa donde permanezco estos días los observo: veo a los niños persiguiendo a los cuacuás; a las niñas trenzándose el pelo, enredando margaritas; a los adultos silbando a los hijos para que acudan al servicio del domingo a mediodía, mientras sostienen en sus barbas delgadas espigas, que parecen emerger de ellas; las madres arrojando al viento sus delantales, transformados en nubes efímeras.
El mundo ha cambiado de otra forma en esta comunidad de pequeños pueblos con nombres casi infantiles: Bird in Hand, White Horse(1), Garfield. El campo, infinitesimal, aparece serpenteado por nervios que son caminos. Un puente pintado de rojo se extiende como unos labios sobre el río. Algunos van en bici, otros trotan como algunos de los ponys que pastan a sus anchas. Los hay que hasta acuden a la iglesia en tractor.
Al rato los oigo cantar: “Oh, Dios, gracias por estos campos / que el olor de los sembrados suba hasta Ti / gracias por nuestros hijos / que suban también a Ti permanentemente”.
Puede que, también escarbando, hayan encontrado un buen tesoro en su vida tranquila y austera. Se han ido adaptando con extraordinaria lentitud a los tiempos. El condado es como una máquina del tiempo que los turistas han transformado en parte. Sin embargo, la lucha entre modernidad y tradición continúa. No obstante, no se trata de quién ganará, sino de si dentro de cincuenta, cien años, seguiremos viendo a los adolescentes encaramados a las vallas blancas como la leche, para imaginar, generación tras generación, lo que hay al otro lado del río. Si seguiremos viéndolos como radicales puritanos, o si les miraremos como ejemplos de sencillez, de búsqueda del verdadero tesoro: saber que en esta vida, éste sólo reside en un corazón dispuesto a ser transformado como la misma geografía.
Estoy seguro de que, en una tierra formada por una base espiritual pero arraigada a la tierra donde reside, es el único sitio donde se podrá mirar para saber qué es la reconciliación del ser con el Creador, del ser con el hombre, y del ser con el prójimo.
Un chico, de unos catorce, pasea cerca de una valla. Mira a través de su blancura. Destacan sus gastadas ropas azules.
1) (N. del T.): Pájaro en mano, Caballo blanco.
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