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Dios ¿maestro del camuflaje?

Cuando Napoleón le preguntó al matemático francés Laplace acerca de dónde encajaba Dios en sus ecuaciones cosmológicas, el famoso científico le respondió: "Señor, no tengo ninguna necesidad de esa hipótesis". Esta respuesta refleja perfectamente el naturalismo metodológico que ha venido caracterizando la tarea científica hasta el presente.
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 12 DE MAYO DE 2007 22:00 h

Para la mayoría de los investigadores, Dios es sólo eso, una hipótesis innecesaria. Si existe o no, nunca lo podremos saber ya que nuestros métodos para adquirir conocimiento no pueden aplicarse a algo que, en cualquier caso, estaría más allá de la física. ¿Qué pensar entonces sobre el origen del mundo material? ¿Cómo apareció el orden, las leyes del cosmos, éste y la propia vida?

La ciencia responde, en base a dicho método naturalista que la caracteriza, que el universo es naturaleza y que ésta se ha hecho a sí misma siguiendo sus propias directrices, sin la intervención de ningún ente sobrenatural. Desde semejante perspectiva, Dios no jugaría ningún papel en el mundo, más bien sería el mundo el que se habría formado a sí mismo y también a la propia idea de Dios que existe en algunas conciencias humanas. La evolución naturalista está construida precisamente sobre esta visión materialista de la ciencia. Es evidente que, si se acepta semejante naturalismo metodológico, entonces la teoría de la evolución sería la única posibilidad verdaderamente científica que daría razón del origen de todas las cosas.

Es menester reconocer aquí que este naturalismo que impregna los métodos de la ciencia actual equivale en la práctica a un auténtico naturalismo metafísico. Es decir, una asunción que se acepta por fe y que resulta imposible de demostrar experimentalmente, como la propia existencia de Dios. El naturalismo traspasa los límites de la ciencia al afirmar, por ejemplo, que la naturaleza es autosuficiente. O sea, que se originó por sí sola y se sostiene a sí misma sin necesidad de una causa externa. Por mucho que se apele al poder creador del Big Bang y de la evolución para justificar la autosuficiencia propia de la naturaleza, lo cierto es que semejante asunción traspasa las fronteras científicas y entra de lleno en el terreno de la metafísica naturalista.

Hay una gran diferencia entre entender el universo sólo como naturaleza o verlo más bien como creación. Es verdad que esta segunda posibilidad no goza de mucho prestigio en el estamento científico porque conduce inevitablemente a la necesidad de un creador inteligente, un Dios trascendente incausado al que no se podría aplicar el método de la ciencia. Ésta no tendría acceso a los procesos de dicho acto creador y no podría decir absolutamente nada al respecto, de ahí la frustración y el desagrado que provoca tal interpretación. A pesar de todo, el evolucionismo teísta que profesan tantos creyentes asume que Dios podría perfectamente haber dirigido el proceso evolutivo propuesto por Darwin, para originar y desarrollar el cosmos así como la maravilla de los seres vivos que lo habitan.

La evolución teísta recoge la descripción del universo propuesta por el darwinismo (o neodarwinismo) y la rebautiza, haciéndola coincidir con la forma en que Dios creó el mundo. Por tanto, evolución atea y evolución teísta estarían de acuerdo en los procesos naturales indirectos que se habrían dado en el origen y desarrollo de la vida, así como del universo en su totalidad. La única diferencia sería que para la segunda el creador habría intervenido de alguna manera planificando y dirigiendo el timón del transformismo cósmico y biológico hacia buen puerto. Es decir, hasta la aparición de nuestra propia especie, la saga del Adán humano. Reinaría así la concordia entre naturaleza y creación, entre materialismo naturalista y creacionismo evolucionista, entre ateísmo y teísmo, por lo menos en lo que se refiere a los procesos naturales.

No obstante, una dificultad que plantea este acuerdo evolución-creación es que convierte a Dios en un perfecto maestro del camuflaje. En efecto, si el creador hubiera hecho el universo por medio de procesos darvinistas, entonces su intención habría sido ocultar ostensiblemente su propósito en la creación. Si -como aseguraba Darwin- el diseño en la naturaleza es sólo aparente y no real, la inteligencia humana jamás podrá descubrir evidencias de la acción creadora de Dios en el mundo. Y aquí se entra en una contradicción. El evolucionismo teísta cree que el mundo fue divinamente diseñado, sin embargo tal diseño sólo se vería estrictamente mediante los ojos de la fe, ya que la naturaleza no mostraría evidencia alguna de haber sido diseñada. Esta dificultad entre teísmo y evolución afectaría también a las palabras del apóstol Pablo: porque las cosas invisibles de él (Dios), su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa (Ro. 1:20). En vez de esto, habría que concluir que al Dios creador del evolucionismo le gusta la clandestinidad, ya que estaría siempre eludiendo los esfuerzos humanos por detectarlo. ¿Es posible salir de semejante contradicción?

El diseño inteligente ha venido denunciado durante los últimos años las inconsistencias y dificultades del evolucionismo que están siendo evidenciadas por los últimos descubrimientos científicos. El mecanismo mutación-selección natural, considerado hasta ahora como el motor de la evolución, puede explicar como mucho las pequeñas variaciones biológicas limitadas dentro de fronteras fijas, es decir, aquello que se conoce como microevolución, pero de ninguna manera la macroevolución que abarcaría toda la increíble diversidad de la vida en la Tierra. Incluso aunque este segundo proceso fuera cierto, no podría ser atribuido al mecanismo mutación-selección. Hacerlo así sería extrapolar la teoría más allá de su base de evidencia. El transformismo tampoco ha podido explicar satisfactoriamente el origen de la vida, el origen del código genético, el origen de los seres pluricelulares, el origen de la sexualidad, la escasez de formas de transición del registro fósil, el Big Bang biológico ocurrido durante la era Cámbrica, el desarrollo de sistemas de órganos complejos, así como el desarrollo de máquinas moleculares irreduciblemente complejas. Estas serían solamente algunas dificultades de las muchas que presenta la teoría de la evolución mediante procesos naturales.

Además de estos problemas puntuales, el diseño inteligente y la evolución teísta se oponen también en otro asunto más fundamental. Si Dios ha planificado y diseñado el universo, ¿sería posible para el intelecto humano descubrir indicios de tal diseño? Los evolucionistas teístas responden que no, mientras que los teóricos del diseño dicen que sí. Estos últimos opinan que en el universo hay causas naturales, pero también causas inteligentes que ni se reducen a las primeras ni emergen de ellas. Un copo de nieve, por ejemplo, por mucha filigrana geométrica que presente es el producto de causas puramente naturales. Sin embargo, una molécula de ADN cargada de información capaz de generar una nueva vida es imposible que se haya formado mediante el azar de la mutación-selección y sería, por tanto, la consecuencia de una causa inteligente que la diseñó. ¿Se podría refutar el naturalismo demostrando que las causas inteligentes son empíricamente detectables? No se trataría de demostrar a Dios sino de poner de manifiesto que muchos procesos, sistemas y órganos que se dan en nuestro mundo no pueden haberse originado apelando sólo a causas naturales. Este es el argumento fundamental del moderno movimiento del diseño inteligente.

Tal empresa presenta dos frentes contra el naturalismo. Por un lado, ofrece una crítica científica y filosófica señalando las insuficiencias empíricas de las teorías evolucionistas naturalistas, tanto cosmológicas como biológicas, así como evidenciando que la ideología metafísica del naturalismo carece también de respaldo empírico; en segundo lugar, aporta un programa positivo de investigación científica que analiza sistemáticamente los efectos de las causas inteligentes. A pesar de lo que digan sus detractores, lo cierto es que ya se han dado algunos pasos significativos en ambos frentes (ver Diseño inteligente, William A. Dembski, Ed. Vida, 2005).

Darwin dio una descripción de la creación en la cual Dios estaba ausente, mientras que los procesos naturales indirectos se encargaban de hacer todo el trabajo. Esta explicación se ha mantenido durante más de cien años hasta el presente. Sin embargo, hoy existen evidencias de que la estructura de tal edificio está afectada de aluminosis.

Muchos intentan reforzar dicha estructura, pero a otros les parece que el desplome es inminente. ¿Qué nuevo edificio se construirá en su lugar y quién lo hará? Como escribe Dembski: El diseño inteligente es una oportunidad de oro para una nueva generación de académicos teístas (p. 116). El naturalismo es la enfermedad intelectual de nuestro tiempo. El diseño inteligente puede ser la medicina capaz de curarla porque apela a una mente creadora que no se camufla, sino que se hace evidente y, según Pablo, claramente visible desde la creación del mundo.
 

 


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