Guardabas silencio. El temor al inminente encuentro sellaba tus labios. Cada día de visita es una tortura; nunca sabes lo que vas a encontrar, ni cómo reaccionará ella, ni si reaccionará. Me pediste que te acompañara.
“Deseo que vayas a orar por mi esposa”, me dijiste,
“no quiero que nada quede por hacer”.
Cuando llegamos, el sol paseaba sus cálidas manos por cada rincón de aquel paraje de la sierra y provocaba el estallido de la primavera entre los rosales. La vida se derramaba en la múltiple carnosidad de las flores, chorreaba por las ramas de los árboles y se hacía presente en los cientos de pájaros que resucitados y enloquecidos alborotaban el campo.
Pero no era así en tu alma; sobre ella sólo se derramaba el escalofrío de la vida.
Tú adivinabas que bajo aquella cúpula de luz, también la muerte se paseaba.
Cuando acercaron a tu esposa –o cuando acercaron la silla que contenía su cuerpo-, sin que el rostro se te descompusiera lloraste a mares. Mientras tus rudas manos de carpintero tomaban la suya -la que no tenía atada-, esquelética y torcida como un garfio, las lágrimas rodaban por tus mejillas libremente. Acariciaste aquellos dedos sarmentosos con una ternura y pasión que a ti mismo te sorprendía, querías cubrir de caricias esas manos que durante años sufrieron tu desamparo; pero los dedos, inapetentes ahora de amor y obstinados, volvían a su retorcida posición y allí quedaban yertos e inútiles, salvo cuando sus miembros eran cruzados por corrientes extrañas; unas sacudidas que la compelían de repente a estirar su pierna o su brazo de un modo involuntario y automático.
La hablaste con un cariño que destilaba remordimiento, la decías cosas muy bellas... mensajes hermosos que tan sólo tenían un defecto: el de llegar demasiado tarde. Sí, amigo, mucho antes deberías haberla dicho muchas cosas.
Ahora las palabras brotaban atropelladas junto con los besos; como intentando recuperar el tiempo perdido.”
(Continuará)
Tomado del libro “Cartas desde el corazón”
HOY
La tarde que compartí con el amante tardío me aportó valiosas lecciones que enmendaron áreas fundamentales de mi vida.
Junto a él me afirmé en la idea de que algunos matrimonios se rompieron a golpe de palabras desconsideradas; expresiones hirientes que los cónyuges se lanzaron mutuamente, como si de dardos envenenados se trataran. Luego se suele rectificar, y hasta se pide perdón por la ofensa ocasionada, pero lo dicho, dicho queda. Hay dos cosas que no se pueden recuperar: La flecha lanzada y la palabra pronunciada.
Por el contrario, otros matrimonios se descompusieron bajo el golpe de silencios elocuentes. Vacíos de comunicación que provocaron el frío y la distancia entre aquellos que conviven bajo el mismo techo y duermen sobre el mismo colchón. ¡Que lejos se puede estar a pesar de estar tan cerca!
Hay silencios que pesan más que todas las enciclopedias juntas.
La primera lección que aprendí de aquel amante tardío es que debo decirla hoy lo que me dicta el corazón: Te quiero.
No debo darlo por supuesto, ni presuponer que ella lo sabe.
Conozco de sobra cómo suena el murmullo de las olas en un atardecer, y el sonido del arroyo al precipitarse en el desnivel, lo conozco perfectamente, pero escucharlo sigue siendo un deleite para mi oído, y también para mi alma.
No importa que ella sepa a la perfección como suenan esas dos palabras en mis labios. No importa que lo conozca… quiero que siga escuchándolo… tal vez la deleite…
Hay mensajes viejos que impregnan el alma de sensaciones nuevas.
Debo decírselo hoy… TE QUIERO.
Porque hoy puede escucharlo, hoy puede sentirlo, hoy puede responder.
Hoy.
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