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De éxitos y de ambiciones

Éxito. Concepto que mueve al mundo. Por lo menos al mundo de hoy, al globalizado, al de las transnacionales, al de los grandes consorcios que cubren el orbe con sus poderosos tentáculos sembrando y recogiendo dinero al mil por uno como si esto fuera el súmmum de la vida. Tiene éxito el que acumula más plata, más fama, más claque, más propiedades, más mujeres en su colección de sibarita; en menor grado y a cualquier nivel, ocurre lo mismo.
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 05 DE MAYO DE 2007 22:00 h

Hace unos días llegó a mi buzón electrónico un correo que muestra una expedición científica al macrocosmos y luego, al microcosmos. Todo es idéntico. En materia de ambiciones o de búsqueda del éxito, es tan avaro alguien del nivel de Donald Trump como del almacenero de la esquina (que ya no existe porque se lo tragó la globalización) que vende papas, tomates y cebollas al por menor.

Pues, para que sepáis, en ALEC, Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos, al éxito le hemos declarado la guerra, comenzando por eliminarlo de nuestro léxico. Y lo hemos eliminado porque creemos que es una mala compañía. Que es traicionero, insaciable y veleidoso; que así como te adula cuando llega, el día menos pensado se va, desgarrándote las entrañas; que te acompaña durante un tiempo pero es incapaz de llegar contigo hasta el final final; que con tal de mantenerte cautivo a sus caprichos te puede inducir hasta a que vendas a tu madre.

Y lo hemos eliminado también porque creemos que en el ámbito del servicio cristiano, este concepto de éxito no debería existir. Cuando trabajamos para el Señor no vamos tras el éxito sino tras cumplir lo mejor posible con lo que se nos ha encargado hacer. El siervo que trabaja para un patrón no habla de éxito cuando termina el día después de haber estado removiendo la tierra o echando la semilla; habla de labor cumplida. Y si es honesto, podrá presentarse delante de su señor y decirle: «Hoy hice un buen trabajo», pero difícilmente le dirá: «Hoy tuve éxito». El patrón le anunciará, entonces, complacido: «Bien, buen siervo y fiel; sobre poco fuiste fiel sobre mucho te pondré, entra en el gozo de tu señor». Y este reaccionará con un: «Apenas hice lo que tenía que hacer».

A los que dentro de la comunidad de fe hablan de éxito hay que tratarlos con cuidado; yo diría, hay que ponerlos en cuarentena. Pero una cuarentena larga o, como se dice en el ámbito de lo contable, «sin límite de suma» o de días, que viene a ser lo mismo; porque en su actitud es fácil percibir cuerpos extraños y tendencias vanidosas, todo lo cual no solo contamina e induce al error a otros sino que tampoco compagina con el espíritu de siervo que nos da como ejemplo Isaías 53.

En materia literaria ¿cuál es el autor de éxito? ¿El que comercializa bien por lo cual alguna editorial que lo adopta lo ve como un filón de oro y le empieza a publicar sus obras a todo lujo llenando los anaqueles de las librerías sin que importe mucho si esos libros se llegan a leer? ¿O el que, sin mayores pretensiones pero con algo que aportar, se mete en la vida del lector y le entrega generosamente el contenido sustancioso de sus páginas?

Juzgue usted después de haber leído la historia que le había prometido en mi artículo anterior y que paso a relatarle:

Me gusta visitar los flea markets, mercados de las pulgas o, como les llaman en Chile, los «mercados persa». (Es posible que esa pasión tenga su origen en el mismo espíritu aventurero que llevó a «mi tío», Francisco de Orellana, a descubrir el río Amazonas por allá por 1541.)

Pues, un día me fui al mercado de las pulgas de la calle 7 y la avenida 37 del sudoeste de Miami a ver qué encontraba. Recorriendo pasillos, deteniéndome en bazares, observando a la gente que iba y venía, de pronto me encuentro frente a una cantidad enorme de tuercas, tornillos, cables, máquinas de coser, repuestos de otras tantas cosas, todo enmohecido y distribuido en pulcros montoncitos en el suelo. Había teléfonos viejos, relojes de esos que los números van cayendo como hojas de calendario, receptores de radio y tocadiscos de vieja data y, en medio de todo ese despliegue de vejestorios, un libro. Uno solo. Nada más que uno. Verlo y sentirme atraído por él fue todo uno. Me dije: «¿Y este?» Me acerqué, me encuclillé, lo tomé, lo hojeé y me pareció que había llegado allí sin que todavía nadie le hubiese puesto las manos encima. Pasta dura, sobrecubierta a color, buen papel, excelente impresión, hermoso. ¿Su nombre? «La duda inquietante». ¿Su progenitor? José María Gironella (a quien nunca antes había oído mencionar).Como demostrando poco interés, le pregunté al cubano a cargo de la venta al tiempo que le mostraba el libro: «Hey, chico, ¿cuánto?» Desde donde se encontraba me miró, y como quien se está deshaciendo de algo que no vale la pena, me respondió, indiferente: «Dame un dólar». Se lo di y me fui.

Ese libro me había quitado el interés de seguir deambulando por el «pulguero». No sé por qué pero algo me decía que había descubierto mi Amazonas. Subí al auto y me fui leyéndolo camino a casa. Nos hicimos amigos de inmediato. Amor a primera vista. «La duda inquietante» para quienes no lo hayan leído, es una novela que se las trae: Premio Ateneo de Sevilla, 1988; 64 mil ejemplares en la séptima edición, diciembre de 1988. Primera edición, septiembre de ese mismo año; es decir, entre septiembre y diciembre, siete ediciones y esta última, de 64 mil ejemplares. Editorial Planeta, Barcelona. Colección de autores españoles e hispanoamericanos, 300 páginas.

Ese día descubrí a Gironella y me hice amigo de él; más que amigo, me transformé en un admirador de su talento literario. La trama de la novela tiene que ver con un seminarista que, después de haberse graduado de cura, opta por renunciar a los hábitos para contraer matrimonio con la mujer de la que se había enamorado. Para un lector de la otra banda entrega una serie de datos que generalmente nosotros los no célibes y, además, no católicos, no manejamos.

Pues bien, tirado en el suelo, en medio de trastos viejos, ahí estaba mi querido amigo Gironella en la persona de uno de sus hijos literarios («La oveja negra de los Gironella», le dije alguna vez). Pese a esa circunstancia, conservaba, sin embargo, su dignidad y su prestancia. Unos años después, en 1999, recorriendo el centro de Temuco, nuestra ciudad de origen en el sur de Chile a donde habíamos llegado para celebrar nuestro primer seminario para aspirantes a escritores, me tropiezo con una mesa de libros usados. Para mí, esas mesas tienen una fuerza de atracción mayor que la más elegante y bien servida del más fino de los restaurantes. Me acerqué y cuando iba a empezar a ojear los libros, escucho una vocesita que me dice: «¡Qué tal, majo! ¿Os acordáis de mí?» Por supuesto que me acordaba. Era José María Gironella que me hablaba desde su «Los cipreses creen en Dios» (911 páginas. Colección Planeta Bolsillo. 1993). «¡Cómo no me voy a acordar, Don José María!» le dije. Y agregué: «Veo que vamos mejorando, ¿eh? De suelo a mesa, no está mal». Pregunté cuánto. Otro dólar. Me lo llevé y disfruté a mis anchas esa magnífica novela. Había adquirido un ejemplar de la 84ava edición, que con esa tirada completaba, ¡casi nada!, un millón treinta mil ejemplares.

Leyendo «Los cipreses», descubrí que era la primera de un tríptico «de tres» dedicado a la guerra civil española. Pensé: «¡Me gustaría tener la serie completa!» Pero claro, tratándose de un libro publicado ya varios años antes, me pareció difícil; sin embargo, me propuse buscar los otros dos.

Tenemos, entonces, que mi primer encuentro con el señor Gironella (nacido en Darnius, Gerona en 1917) fue en un «pulguero» de Miami. El segundo, en una mesa de libros usados en una calle del centro de Temuco, Chile. No perdamos de vista el enfoque de este artículo: cómo se mide el éxito de un escritor. Hasta ahora, por lo menos, José María Gironella parece ser un fracaso con sus «hijos» tirados en el suelo o expuestos no sin cierto tono de vergüenza en una mesa de libros usados.

En marzo de 2002 viajé a Quito, Ecuador para coordinar la preparación de un seminario-taller que habríamos de efectuar allí en noviembre de ese año. Un medio día, caminando por cerca de donde estaba hospedado, adivinen con qué tropecé. Efectivamente. Con otra mesa de libros usados. Una anciana, de la raza indígena, medio que la estaba atendiendo; digo medio porque, en realidad, la encontré dormitando mientras la gente iba y venía y los autos volaban en todas direcciones. De nuevo el imán. Me acerqué y cuando iba a tomar uno, siento que alguien me silba. Un silbido fino, suave, delicado (parecido al que oyó Elías en la cueva de Horeb). Me volví para descubrir que salía de un libro forrado con un plástico que originalmente había sido blanco pero que ahora, con el polvo de la calle y el hollín de los automóviles, mostraba una capa de mugre de color indefinido. Lo tomé ¿y qué me encuentro? ¡Adivinaron! «Un millón de muertos», la segunda novela de la serie de tres de José María Gironella. Pagué otro dólar y me la llevé a mi cuarto. Allí la despojé de esa ropa sucia que la hacía parecer como una callejera vulgar y de mala reputación y me la encuentro intacta, pura, limpia, hermosa. Hasta perfumada. Aroma a libro bueno. Y la amé. Y di gracias por la persona que había tenido la buena ocurrencia de cubrirla en forma tan conveniente para que pudiera conservar su pulcritud.

Como en los casos anteriores, su lectura me impactó. Y quise tener la tercera que ya sabía cómo se llamaba: «Ha estallado la paz». De nuevo, me pareció que no sería fácil, pero no hay peor empresa que la que no se acomete. Pedí a mis amigos que me ayudaran a encontrarla. Un día, caminando por la avenida 10 entre las calles central y primera en San José, Costa Rica, me encontré frente a «El libro azul», una librería de libros usados. Una mesa tanto como una librería de viejo tienen igual atracción para mí. Me acordé de «Ha estallado la paz». Entré. Habría unas veinte personas revisando libros, leyendo, conversando, preguntando al vendedor y este contestando como quien dispara con metralleta. Y libros por las paredes, por el suelo, encima de mesas, de sillas, de mostradores atestados. En un momento en que vi al dependiente algo desocupado le pregunté, como sin mucho interés: «¿Tendrá algo de José María Gironella?» El vendedor me miró, pensó un segundo, luego dirigió la vista hacia lo alto de una estantería que llegaba hasta el cielo raso, me dijo que esperara, buscó una escalera, se subió y bajó con un libro grandote en la mano. Me lo pasó y ya saben qué libro era: «Ha estallado la paz». «¡No sigan buscando!» grité a mis amigos. «¡Acabo de completar la serie!» La historia parece increíble, pero así fue como sucedió.

Para finalizar, volvemos a preguntar: ¿Dónde radica «el éxito» de un escritor? ¿En que sus obras adornen las más sofisticadas bibliotecas personales pero que pocos los lean y se beneficien de su contenido literario o en que sin importar que se ofrezcan al lector ávido en el suelo, en una mesa de libros usados o en una librería de viejo pero que a través de su lectura quien los halló enriquezca su acervo cultural, disfrute de su lectura y bendiga a Dios por tal o cual autor, en este caso, José María Gironella, que en paz descanse? Pareciera que aquella sentencia de Apocalipsis 14.13: «Sus obras con ellos siguen» también tiene su aplicación en el mundo de los libros.
 

 


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