En el contexto de P+D, yo pasé por escritor hasta que me descubrieron. Bastaron dos artículos para que me ubicaran en el lugar que me corresponde: el de escribidor. Al principio, quise reaccionar muy ofendido y hasta casi estuve dispuesto a declarar la Tercera Guerra Mundial si no me sacaban de allí, pero después de un rato, me dije: «Chico, tranquilo. Estás donde mereces estar, ni más ni menos».
Cuando hace unas cuantas semanas me inicié como colaborador de P+D, me pusieron al final de la lista. Me pareció lógico y, más que lógico, bíblico. Me acordé de aquella parábola donde Jesús nos recomienda que
«cuando fueres convidado por alguno a bodas, no te sientes en el primer lugar, no sea que otro más distinguido que tú esté convidado por él, y viniendo el que te convidó a ti y a él, te diga: Da lugar a éste; y entonces comiences con vergüenza a ocupar el último lugar. Mas cuando fueres convidado, vé y siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba; entonces tendrás gloria delante de los que se sientan contigo a la mesa. Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido» (Lucas 14.8-11). No es fácil seguir el consejo del Maestro, pero quien lo hace, tiene todas las posibilidades de disfrutar de la velada; y el que no, de pasar la peor noche de su vida. (Claro, si la fiesta tuvo lugar en la noche.)
Volviendo al asunto, me pareció no solo aceptable sino más que digno ocupar el último lugar en la lista de distinguidos escritores que enriquecen las letras hispanas con sus colaboraciones semanales en P+D.
El subtítulo con que partí me pareció, además de digno, ingenioso: ALECturas. Pero cuando me lo cambiaron por “El escribidor”, la vanidad, esa mascota que todos llevamos dentro y que a veces la hemos acariciado tanto que la hemos transformado en un verdadero animal engreído, quiso sacar las garras, mostrar los dientes, pararse de pestañas y atacar. Pero a tiempo la controlé con un: «¡Tranquila! ¡Y échate!»
Para no cometer una injusticia con la persona que me endilgó ese título, y pensando que yo podría estar equivocado en el concepto de escribidor que manejo, me fui al DRAE, «la biblia» del idioma. Y, claro. Vi medio confirmadas mis sospechas. Digo medio porque, además de la definición de «mal escritor» tiene otra que dice que en el idioma antiguo escribidor quería decir, sencillamente, escritor. No sé con cuál definición quedarme. Ninguna de las dos me quita el sueño.
Sin embargo, este «mote» que se me endilgó no es el primero que me han echado encima. Antes me habían vestido con el burdo traje de «negro». No lo supe sino hasta que alguien, de España precisamente, me ilustró respecto al sentido de «negro» en el trabajo de escribir. En España, me aseguraron, negro se le dice al que en Estados Unidos se le conoce con un nombre un poco más amable
: ghost writer y en Latinoamérica con el de «escritor fantasma». A lo largo de mi carrera como editor, traductor y «escribidor» he sido negro cinco veces. Lo interesante de todo esto es que las editoriales, cuando necesitan un «negro» buscan al mejor entre lo mejorcito que tienen. Casi escritor, diría yo. En mi caso esto quedó confirmado cuando uno de los personajes a quienes ayudé a escribir tres libros, antes de iniciar el tercero, exigió que su compañero de fórmula fuera «el negro Orellana». Y así se hizo. De modo que primero fui «negro» y ahora soy «escribidor». No hay problemas. ¿Avance o retroceso? ¡Vaya uno a saavedra!
Pero,
todo este asunto me trajo a la memoria la novela de Mario Vargas Llosa, «La tía Julia y el escribidor». En la novela, la tía Julia, tal como la describe Vargas Llosa, es una mujer con talento. Talento de hembra. Pero lo interesante es que, en su campo, el escribidor también tiene talento. Talento de escritor. Cabe entonces preguntarse ¿por qué D. Mario lo llama escribidor siendo que el tipo es capaz de escribir tres, cuatro, cinco radionovelas al mismo tiempo? Las cuartillas que van saliendo de su máquina de escribir vuelan raudas para caer en el estudio donde las voces que interpretan a los diversos personajes apenas alcanzan a recogerlas del piso para transformarlas en lágrimas, en sollozos, en gritos de angustia, en susurros de amor y en portazos estrepitosos. Para hacer tal hazaña, hay que ser más que escribidor. Hay que ser escritor. Mi interpretación del asunto es que el escribidor de la novela era un tipo de baja condición social. Dicho en términos más directos, era social y económicamente un pobre diablo. Queda esto demostrado cuando, después de contratarlo la radio peruana para evitar depender de los sacos de libretos que a veces mutilados llegaban desde Cuba, lo instala en una mesita de limitadísimas proporciones, en una silla de madera, le pone delante una máquina de escribir y unas cuantas resmas de papel y todo, en el extremo de un pasillo despreciable del edificio donde funciona la radioemisora. Para mí, que el colega boliviano pertenecía a aquella hermosa fauna, ya desaparecida, de los artistas bohemios, de los cuales uno de los más preclaros fue el chileno Agustin Edwards Bello, y, más tarde, el propio Gabriel García Márquez, según lo relata en su autobiografía «Vivir para contarla».
Así es que, tenemos que en el caso del escribidor de Vargas Llosa, pareciera que todo parte de su condición social. ¿Y en el mío?
Terminaría mi artículo aquí, pero no resisto la tentación de referir una experiencia que tuve hace algún tiempo y de la que es protagonista, sin proponérselo, nada menos que el ya fallecido escritor español José María Gironella. De una u otra manera, estaríamos también ante un «escribidor». Pero para no cansar al lector, prefiero dejarlo para la próxima semana. Nos apasionan los libros y los escritores ¿verdad? Pues, no podemos dejar de referirnos a ellos sin detenernos en algunas estaciones anecdóticas y poco comunes en el devenir de unos y otros. Ya verán que no deja de ser interesante.
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