En España, por ejemplo, uno de cada dos adultos no lee ni siquiera un libro al año, mientras que en Estados Unidos, entre 1970 y 1993, los diarios perdieron casi una cuarta parte de sus lectores. Al leer menos y hacerse teleadictas, las personas pierden capacidad de abstracción y capacidad para distinguir entre lo verdadero y lo falso. De ahí que el ser humano haya iniciado el tercer milenio sumido en una crisis de pérdida de conocimiento y discernimiento.
No obstante,
en el ámbito escolar las opiniones sobre el fenómeno de la televisión están divididas. Los apocalípticos o catastrofistas creen que el televisor provoca toda clase de males físicos y psíquicos: problemas de visión, pasividad, consumismo, alienación, violencia, agresividad, etc. Pero no debe olvidarse que las actitudes apocalípticas han existido siempre a lo largo de la historia de la humanidad. En el Estado ideal de Platón, por ejemplo, la literatura fantástica estaba prohibida porque se le atribuían malas influencias. Siglos más tarde, Blas Pascal escribía que “todas las grandes distracciones son perniciosas para la vida cristiana, pero entre todas las inventadas por el mundo, no hay ninguna más temible que la comedia”. Un siglo después, Jean-Jacques Rousseau, arremetía contra las fábulas y contra las comedias de Molière. Y en el siglo pasado fueron las novelas, la ópera y hasta las salas de conciertos las que merecieron toda clase de censuras. También hoy la televisión es considerada por algunos como la principal causante de los males de la época.
En el extremo opuesto figuran las posturas integradas de aquellos para los cuales el consumo de televisión contribuiría a la democratización del saber y de la cultura, a la potenciación del aprendizaje, la libertad y las opciones múltiples. Ante tal disparidad de criterios, lo que suele ocurrir con frecuencia es que los extremos acaban por confluir, llevando a resultados similares. Pienso que lo más correcto es la aceptación crítica, el equilibrio entre el optimismo ingenuo y el catastrofismo estéril. La televisión es un medio ambivalente, con aspectos negativos y también positivos, con posibilidades pero a la vez limitaciones para la educación, y con contradicciones internas.
Algunas influencias negativas que han sido señaladas desde la pedagogía, apuntan al hecho de que la televisión multiplica las experiencias. Hoy cualquier niño que ve la pequeña pantalla, ha tenido acceso a una cantidad de informaciones y experiencias muy superior a las de un anciano de hace varias generaciones. De alguna manera, el niño teleadicto se ha hecho viejo a los tres años, y es casi Matusalén cuando en la escuela quieren empezar a enseñarle cosas sencillas. Esta es una de las principales críticas que se hacen a la televisión, la de expulsar a los niños del jardín de infancia, porque les ofrece de forma indiscriminada la información que antes estaba reservada a los adultos. Por tanto, la televisión contribuye a eliminar parte de la infancia.
También tiende a incrementar el sentido de la impaciencia. La letra impresa obliga a ejercitarse en la satisfacción retardada, en postergar o posponer el placer de la lectura y, por tanto, ayuda a desarrollar la paciencia. Únicamente después de reflexionar el texto gramatical se puede comprender el sentido de una frase o una determinada palabra, y sólo entonces puede producirse el placer de leer. Las imágenes, en cambio, ofrecen una gratificación inmediata, casi instantánea y sin ningún tipo de esfuerzo reflexivo. Incluso, si alguna imagen resulta desagradable, siempre es posible cambiar de canal, con el mando a distancia en la mano.
El problema de los escolares y de sus primeras frustraciones docentes, empieza cuando se dan cuenta de que en la vida no se puede cambiar tan fácilmente de canal, ni se puede acelerar el ritmo de los acontecimientos. No es posible vivir con la impaciencia del zapping en los ojos y en el corazón. El mando a distancia, símbolo del poder y de la libertad absolutos, puede convertirse en el instrumento de la propia aniquilación como personas. Sin embargo, la paciencia y capacidad de asumir los propios límites es fundamental para el conocimiento y el crecimiento personal. Querer estar -gracias al zapping- en todas partes al mismo tiempo significa no estar en ninguna parte. Pretender verlo todo significa no ver nada. Querer saberlo todo comporta acabar sin saber casi nada.
El hecho de que cada cual pueda confeccionarse su propio menú televisivo a medida, gracias al mando a distancia y al cambio continuo de canales, contribuye también a fomentar cierto individualismo en el seno de la aldea global. El deseo por contemplar un mosaico visual propio tiende a negar la idea misma de la globalización ya que al final resulta que no estamos viviendo en una aldea global, sino en casitas individuales, producidas a escala global y distribuidas localmente.
El tema de la violencia en la pantalla televisiva es uno de los más controvertidos y polémicos. Tampoco hay acuerdo entre pedagogos, psicólogos y sociólogos. Para algunos la televisión es responsable directa del impresionante incremento de los índices de violencia y delincuencia que sufren los países industrializados. Según estos autores, los programas violentos incitarían a la imitación y estimularían las conductas agresivas como si éstas fueran algo normal. Mientras que, en el extremo opuesto, están los que consideran que la auténtica violencia está en la sociedad y no en la televisión. En su opinión, la violencia se aprendería en el entorno social y, por tanto, acusar a las imágenes sería sólo una excusa o un recurso fácil para eludir el auténtico problema de la violencia que hay en la calle. Incluso algunos autores llegan a decir que las imágenes violentas permiten al espectador descargar sus tensiones, como en una especie de catarsis o válvula de escape que haría posible renunciar a la propia agresividad. La cuestión es, por tanto, compleja y no puede resolverse mediante soluciones simplistas.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que una cierta dosis de violencia en la televisión puede cumplir un efecto pedagógico. También en algunos cuentos infantiles tradicionales existen escenas o situaciones violentas. El niño que se asusta al leer u oir un cuento aprende, de forma implícita y natural, que en la vida hay maldad, dolor, sufrimiento y muerte. Pero conviene dosificar esta violencia. Una cosa es que el niño aprenda que en la vida hay violencia y otra que aprenda que la vida es violencia. No es lo mismo, por ejemplo, que en un cuento se diga que el lobo se comió a la abuela, que verlo explicitado en imágenes. Como tampoco es igual la violencia con personajes humanos que con dibujos animados.
Se sabe que la frustración puede también generar violencia, sobre todo cuando la persona compara su propia vida con la ostentación de riqueza, de lujo o con las promesas de felicidad fácil que se hacen constantemente por la televisión. ¿Hasta qué punto esta frustración no puede ser tan causante, o más que la propia violencia de las películas, de las actitudes agresivas de los ciudadanos?
A pesar de los aspectos negativos mencionados y de que, tanto en televisión como en Internet, todo parezca relativo, distante y virtual, lo cierto es que también constituyen, si se utilizan bien, poderosos medios para la extensión del reino de Dios en la tierra.
El mensaje evangélico de salvación sigue conquistando almas por medio de la tecnología de la comunicación. La predicación electrónica y las redes apologéticas interactivas son formas eficaces y penetrantes de mostrar la Buena Nueva de Jesucristo a todo el mundo. Es cierto que en el mismo medio coexisten mensajeros diabólicos que difunden pornografía, ofrecen líneas de contactos eróticos o promueven ideologías neonazis cuya finalidad es degradar al ser humano. Sin embargo, el Evangelio ha tenido siempre que abrirse camino en un mar de paganismo, superstición y maldad y, en el futuro, lo seguirá haciendo por medio de los recursos legítimos que la ciencia pone a su disposición.
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