Me puse a pensar en ello. Como nosotros los creyentes, cuando comenzamos el día (a lo menos yo) le prometemos a Dios que vamos a tratar de portarnos bien, que vamos a procurar reflejar a Cristo a través de nuestros hechos y palabras, andamos a veces demasiado preocupados por no pecar (un prurito que no afecta a los no creyentes; en eso nos ganan) me pregunté: «¿No tendrás razón, mi querido Escribidor?» Pero después de un rato de sentirme culpable, vino a mi mente algo que ocurre con bastante frecuencia en mi vida personal y de hogar respecto de la Biblia. Cuando mi esposa y yo nos proponemos leerla juntos, no solo la leemos sino que la estudiamos. Vamos de un testamento a otro, de un libro a otro, de un dicho a otro, de un personaje a otro, de un versículo a otro siguiendo el hilo maravilloso con que Dios, el Autor, une todos los elementos que componen su obra. Y concluí: «¡No, chico! Es cierto que
Cien años de soledad y Gabriel García Márquez y Macondo y aquella epopeya de un pueblo olvidado bordada en cien años de amor te emocionan pero todo eso si bien alborota tu intelecto y tu espíritu y te hace feliz al pensar que eres un ser humano que siente y vibra con bellezas tan excepcionales como las que brotan del talento de hombres como Gabo y sus compatriotas músicos que han tenido la buena ocurrencia de cantarle a su monumental obra literaria, la Biblia te toca fibras que no tienen, necesariamente, que ver con las emociones.
Tú puedes leer una y mil veces Cien años de soledad, pero la Biblia más que leerla, la estudias, te nutres de ella, la digieres a un nivel diferente. Al nivel de tu fe. La fe en su Autor.Y en su Hijo.Y en su Espíritu. Cien años de soledad te lleva a Macondo, a Aracataca, a la Ciénaga; la Biblia te lleva hasta lo infinito, a lo eterno, al corazón mismo de Dios. Querido Escribidor, con todo lo monumental que es,
Cien años de soledad jamás se podría comparar con la Biblia; así es que tranquilo, disfrútala, que no estás cometiendo ningún pecado».
¡Menos mal! Me convencí. Vencí el complejo de quien quiere evitar cometer un delito de lesa lealtad al Dios Todopoderoso. Extendí, entonces, la mano hacia el asiento del acompañante de mi auto, agarré
Cien años, lo acaricié unos segundos y lo dejé, suavemente, en su lugar. Y seguí tranquilo, rumbo a casa.
Hace 30 años conocí personalmente a Gabriel García Márquez. Iba, con su esposa, en el mismo avión que me llevaba desde Costa Rica a Río de Janeiro. Yo me embarqué en San José y él en Ciudad de Panamá. Por aquellos años todavía Dios me tenía vagando por el desierto de la incertidumbre ministerial. Habrían de pasar todavía veintiuno más antes que llegara al límite de mi propio desierto y me decidiera a aceptar el empujón divino para entrar a «trompezones» a la tierra en la que me encuentro caminando ahora: la tierra de la formación de escritores cristianos de habla castellana. De modo que me limité a observarlo y a mantener con él un diálogo mental, en el que le hice preguntas, escuché sus respuestas, pedí una que otra opinión a su esposa mientras espantaba la nube de mariposas amarillas que inundaban la cabina del avión. Reímos, nos pusimos serios. Manejamos los silencios y gritamos a todo pulmón.
Antes de bajar en el aeropuerto de Río me incliné, le besé los zapatos y le dije: «Gabo, gracias por brindarme un rato de su presencia. En sus ojos, en su pelo, en su rostro, en su bigote, en su risa, en su mirada profunda he visto a José Arcadio Buendía, a Melquíades, a Aureliano Buendía y a Mauricio Babilonia y en su mujer a Úrsula Iguarán, a Amaranta y a doña Fernanda. He visto las viejas casas de Macondo. He visto su amada tierra colombiana».
Ahora me dispongo a leer de nuevo
Cien años de soledad como una forma de adherir a la serie de homenajes que se están brindando en diversas partes del mundo a este colombiano que, aparte de ser un escritor excepcional tiene otras virtudes que a veces se antojan escasas en intelectos privilegiados como el suyo. Admiro su sencillez, su socarronería y su picardía, su forma de ver el mundo y particularmente a nuestra sufrida América Latina. Admiro su inquebrantable amistad con Fidel y su elegante desprecio hacia la Sociedad Interamericana de Prensa que lo consiguió un poco a regañadientes en el homenaje que le preparó en Cartagena de Indias.
Subo un poco el volumen del tocadiscos de mi auto y me sumerjo en las aguas cristalinas de Macondo o entro un poco temeroso a la casa de barro donde la memoria imaginaria de Gabo encontró el misterioso material con el que armó esa obra gigantesca que desde 1967 viene revolucionando las letras hispanoamericanas.
Cuentan los viejos cantores
que un pueblo olvidado se volvió leyenda
donde volando al pasado
nostalgias que el tiempo nos dejan herencia.
La fantasía se hizo realidad
son tan geniales los recuerdos de asombro
voy caminando y me pongo a pensar
dónde pudo quedar el corazón de Macondo.
Se sumergió en aguas cristalinas
o en un rincón de una casa de barro
dejó su huella sembrada en la arena
o regresó a la memoria imaginaria de Gabo.
Si la hojarasca se forma y una guacharaca se siente
cuando uno camina
llega la muerte anunciada
gritando que la ama, la hora se arrima.
El coronel no tiene quien le escriba
y el general está en su laberinto
los funerales de la mamá grande
relatan el naufragio que sus ojos han visto.
Del amor y otros demonios
le pido a Dios que me salve en la vida
encontrar el patriarca en su otoño
y el olor a guayaba que regrese algún día.
Ella asustándolo con duendes y brujas
su abuela en Aracataca
lo acostaba todos los días.
El corazón de Macondo,
que nunca lo he podido encontrar
hace tiempo estoy viviendo
cien años de soledad.
Si quieres comentar o