Antes de ese libro leí fragmentariamente para cumplir con las tareas escolares. En mi hogar los libros estaban ausentes. La mía era una familia obrera en la que él, mi padre, si concluyó la primaria y ella, mi madre, no lo hizo por una tragedia familiar que la obligó, junto con sus hermanos y hermanas, a tener que emplearse para sobrevivir. Mis padres me instaban a estudiar, porque sabían que una mayor escolaridad me podría hacer más halagüeña la vida. Pero aunque quisieran estaban impedidos de contagiarme un hábito del que carecían, el de la lectura. En la primaria y secundaria, públicas por supuesto, tuve buenos maestros que se esforzaron en transmitir sus conocimientos, lo hicieron bajo condiciones precarias y sin los apoyos didácticos necesarios para obtener mejores resultados con sus alumnos. Lo cierto es que llegué a la edad de quince años sin haber sido cautivado por la lectura.
Para cumplir con una tarea en el nuevo ciclo escolar, ya en el bachillerato, un profesor de lectura y redacción asignó leer a mi grupo un libro llamado Relato de un náufrago, escrito por un autor cuyo nombre escuché por primera vez: Gabriel García Márquez. Era necesario leer el libro y entregar un reporte de su lectura, que incluyera una opinión sobre la historia contada en la obra. Inicié la lectura por obligación, pero casi en el primer párrafo tuve un arrebatamiento. Leí sin parar, quería saber cómo terminaría la increíble aventura del marinero Luis Alejandro Velasco, quien sobrevivió al naufragio y estuvo a la deriva en una balsa diez días sin comer ni beber. Lo paradójico es que ese náufrago, más bien el para mí desconocido que escribió esa odisea, me llevó a la tierra firme de la lectura.
De manera accidentada fui en busca de más libros. Por carecer de una formación que me permitiera comprender a otros autores y géneros literarios, me topé con cimas inaccesibles y me desbarranqué a simas de las que me costó esfuerzo salir. Pero aquella epifanía, la manifestación literaria que me arrobó, fue tan vigorosa que me contagió el sencillo y sublime acto de leer a todas horas y en cualquier lugar. No fueron pocas las ocasiones en que alucinado por lo que estaba leyendo me encontré en alguna estación final del Metro y con vigilantes apurándome a salir del vagón porque el tren había concluido su recorrido.
De todos los libros de Gabriel García Márquez que he leído el más entrañable para mí es Relato de un náufrago. Porque su primera lectura fue un rito de iniciación, me permitió adentrarme en esa comunidad tan minoritaria en nuestro país, la conformada por los que leemos cotidianamente solamente por puritito gusto. En mi caso, como resultado de convertirme en lector consuetudinario, vino la necesidad de escribir, de atreverme a expresar mis opiniones. La ficción no se me da, lo que pergeño tiene que ver con investigaciones históricas y sociales. Pero siempre me acompañan libros de cuentos y novelas.
Yo leí
Relato de un náufrago conforme al deseo de Gabriel García Márquez, en la completa ignorancia sobre quién lo había escrito porque su nombre carecía de total relevancia para mí. Después del deslumbramiento que significó en 1967 la publicación de
Cien años de soledad, los trabajos anteriores del autor fueron revalorados y las editoriales los relanzaron.
El caso del marinero dado por muerto fue publicado por entregas en el periódico
El Espectador de Bogotá, en marzo y abril de 1955. En ese entonces no se supo que el escritor de lo contado por Luis Alejandro Velasco fue García Márquez. En 1970, ya publicado como libro, la obra apareció con el nombre de quien la escribió quince años antes pero con un lamento de don Gabriel: “Me deprime la idea de que a los editores no les interese tanto el mérito del texto como el nombre con que está firmado, que muy a mi pesar es el mismo de un escritor de moda”. Como yo ni sabía quién era ese tal Gabriel García Márquez, es por eso que digo que mi lectura de su libro fue como él quiso que fuera dada a conocer en 1955.
El largo subtítulo de
Relato de un náufrago sintetiza magistralmente el contenido del libro: “Que estuvo diez días sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la Patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre”. Mi relato de un lector tal vez podría resumirse así: “Tuvo su epifanía con un libro de autor anónimo, a partir de entonces viajó incansablemente por todas las épocas, visitó lugares luminosos y lúgubres, las páginas de incontables libros lo hicieron feliz y, a veces, lo entristecieron. Fue tocado tanto por las hazañas sublimes como por las miserias de los humanos, besado por la poesía, abrasado por las novelas. Navegó, hasta el final del horizonte, en un mar de fascinantes libros”.
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