- ¿Cómo vas? – me dice.
- Estupendamente – aunque el tobillo me duele.
Él saca una brújula pequeña, y paramos cada treinta o cuarenta pasos dolorosos. A la décima parada, se confirma lo que me temía: nos hemos perdido. Ray se disculpa una y mil veces. Yo estoy agotado, y no me importa. Nos sentamos a comer, confiando en que el viento se calmará, persuadidos de que después de llenar los estómagos, retornarán las ideas y la orientación. Nos terminamos el té rojo, que nos hace entrar en calor, y nos devuelve los corazones a su sitio. Ray saca una pipa, que se construyó a partir de un tronco de nogal. No puede encenderla, debido al soplo de Dios incesante.
- Tenemos otra forma de salir de esta – ha sido él quien lo ha dicho.
- Bien. ¿Un helicóptero plegable en la mochila?
- No – y señala con su largo, puntiagudo dedo meñique hacia un trozo de vacío -. Ellos.
- Genial… ¿quién?
- Los de la iglesia que se llama “roca eterna”. Tienen un equipo de rescate.
- Ah… pero hay un detalle. ¿Cómo les avisamos? ¿Tienes radio?
- Aquí no necesitamos eso – dice mirando a otra parte.
Vamos hacia un claro, que es como los dieciocho anteriores por los que hemos pasado. Es curioso: Ray se pierde por el bosque, pero sabe cuál es el claro exacto desde donde avisar al equipo de rescate. En el centro, junto a unas piedras colocadas de forma ordenada, hay un círculo en el que se puede hacer un pequeño fuego, sin tener que prestar excesiva atención a la cercanía de los árboles. Pero el viento no amaina, así que le digo a Ray que ni lo intente. Él me hace un gesto de mira-y-verás.
Saca de su mochila dos palos, hechos a mano con una navaja, que sin embargo son prácticamente iguales. Comienza a dar golpes precisos, monótonos, débiles al principio, que van aumentando en intensidad poco a poco, hasta formar parte del pulso, de la música de la naturaleza. ¿Cómo es el ritmo? Podría pertenecer a gospel, a música de capoeira, o a una polka, tan indescriptible y exacto como suena. Al cabo de unos minutos, en los que Ray suda, ya despreocupado del viento recio que le aparta los cabellos con violencia, obtenemos una respuesta, también en forma de golpe con baquetas improvisadas, pero que suena a ya-vamos.
De verdad, no sé cómo, puedo asegurar que ese sonido quiere decir eso. No sabría explicarlo.
Muy lentamente, la respuesta crece sin parar, en rapidez y vigor. Se acercan. Los olemos. Bueno, vemos algunas partes del bosque apartándose para dejar paso al equipo de tres personas, que conocen el terreno palmo a palmo y nos reciben con una amplia sonrisa, irrealmente.
Tras los saludos de rigor, el intercambio de impresiones, y el pequeño sermón sobre la inconveniencia de aventurarse por la zona con este tiempo, nos conducen por el laberinto del bosque hasta la ciudad. Una hora aproximada para el descenso. Es común que algunos turistas se crean que pueden orientarse en el bosque por su tamaño asequible, no obstante engañoso por su frondosidad. Por lo que se dedican a rescatar a los imprudentes y devolverlos al camino correcto.
Nos dejan al pie del monte, y comparto con ellos lo que me queda del agua. Al final, dan gracias a Dios por habernos hallado y conducirnos a la humanidad sin percance alguno. Nos despedimos y Ray se queda con los brazos cruzados, observando cómo se vuelven a adentrar en el monstruo. Carmilo nos observa también desde su posición. Todos nos vigilamos mutuamente.
Balance: experiencia; quince arañazos; dos ronchas (de un escarabajo y de una avispa); cuatro horas de cansancio; amplitud de corazón; un amigo al que quizá no vea nunca más; deseo de más aventuras; siete dólares menos; un pequeño roce en el tendón de Aquiles derecho; la demostración palpable de que no estoy solo, ni abandonado, ni olvidado… y todo en unas pocas horas: ¿qué más puedo pedir?
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