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Una fe planetaria

Si algo puede aprenderse del pluralismo actual es que la cultura de Occidente no posee la exclusiva de la verdad. Las iglesias cristianas del Norte pueden aprender de las tradiciones religiosas de otros pueblos de la tierra. Es cierto que para los cristianos la Biblia será siempre la principal revelación divina. Pero esto no impide que otras civilizaciones puedan mostrarnos actitudes que desconocíamos o, simplemente, que habíamos olvidado. Todo lo que pueda haber de justo, bueno, bello y honesto
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 31 DE MARZO DE 2007 22:00 h

Podríamos decir con el Evangelio que si alguien hace milagros, no importa que no sea de los nuestros, también a través de él puede actuar el designio de Dios. En cierta ocasión el apóstol Juan le comunicó a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que en tu nombre echaba fuera demonios, pero él no nos sigue; y se lo prohibimos, porque no nos seguía. Pero Jesús dijo: No se lo prohibáis; porque ninguno hay que haga milagro en mi nombre, que luego pueda decir mal de mí. Porque el que no es contra nosotros, por nosotros es” (Mc. 9:38-40).

En este sentido, se debería prestar mayor atención, por ejemplo, al sentimiento de gratitud por la vida que profesan ciertas culturas, así como al deseo por protegerla en todas sus manifestaciones, que hay en tantos pueblos considerados “primitivos”. Lo mismo puede decirse del elevado sentido comunitario, de ver la mano de Dios en todos los acontecimientos de la vida cotidiana, la convicción de que lo corporal no se puede separar de lo espiritual, la actitud de meditación o silencio ante lo divino y otros comportamientos que son tan necesarios para equilibrar la superficialidad, el materialismo y el individualismo propio de la cultura occidental.

No se trata de que “ellos” se conviertan a “nosotros”, sino de que “todos”, ellos y nosotros, nos convirtamos a Cristo. El Nuevo Testamento relata detalladamente el encuentro entre Pedro y Cornelio, dos personas pertenecientes a diferentes culturas (Hch. 10 y 11). Pedro era judío y Cornelio romano. Hasta entonces la cultura hebrea prohibía que un judío entrase en casa de un gentil ya que se podía contaminar con tantos objetos “impuros” como había en la vivienda. Sin embargo, el apóstol Pedro tuvo un sueño en el que Dios le manifestó, por medio del simbolismo de un gran lienzo que descendía repleto de “cuadrúpedos terrestres, reptiles y aves del cielo”, que debía ir a predicar a casa de un centurión romano. En realidad, en el sueño se le ordenó que matara aquellos animales y se los comiera, a lo que él respondió que como buen judío: “ninguna cosa común o inmunda” había comido jamás. La voz onírica le reprendió: “Lo que Dios limpió, no lo llames tú común”. Esta imagen que se repitió tres veces en el sueño fue la que le hizo comprender a Pedro que el Evangelio era también para los gentiles y le llevó a decir: “En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia”.

Pedro y Cornelio se necesitaban mutuamente y su encuentro los transformó a los dos. Sin la predicación del apóstol, probablemente Cornelio no habría podido conocer a Jesucristo como su salvador personal. Pero sin la entrevista con el centurión de Roma, Pedro no habría entendido que el mensaje cristiano era también para todas las demás culturas de la tierra. Dios permitió por medio de este encuentro intercultural que el exclusivismo de la Iglesia naciente se transformara en una actitud de acogida universal a todos los pueblos. Por eso el cristianismo debe vaciarse y salir de sí mismo, como hizo Jesús. Tiene que abrirse a todas las tradiciones culturales por medio de una actitud humilde, dialogante y servicial.

En definitiva, es necesario reconocer que el Reino de Dios es mucho más grande que una denominación cualquiera o una iglesia cristiana concreta. El Espíritu Santo puede actuar dentro y fuera de ellas, como dijo Jesús a Nicodemo: “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; más no sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Jn. 3:8). Los creyentes no podemos monopolizar a Cristo, ni tampoco tenemos la exclusiva de la bondad, la moral o la esperanza. De ahí que nuestra actitud deba ser como la de Juan el Bautista: “Yo no soy el Cristo”, ni mi congregación, ni mi denominación, ni el protestantismo, ni siquiera el cristianismo en general, tampoco son Cristo. Lo único que podemos y debemos hacer es señalar y preparar el camino que conduce hacia él.

Por supuesto, hay que evitar también ceder ante las influencias paganas o anticristianas que puedan existir en las diferentes culturas. La inculturación de la fe tuvo siempre que luchar contra aquellos aspectos culturales que eran opuestos al Evangelio de Jesucristo. No debemos engañarnos y dar por cristiano lo que es sólo un estilo de vida pagano. Algo así ocurrió en el mundo antiguo, en el que en ciertos ambientes se llegó a confundir al dios de la cultura grecorromana con el Dios de la Biblia. Hoy también corremos el peligro de adorar al dios de la cultura que hemos heredado, en lugar de al Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo.

El diálogo con la cultura contemporánea no debe hacerse a ciegas sino mediante una conciencia crítica que permita vislumbrar sus aspectos negativos para la realización del ser humano y poderlos así superar con sabiduría. La verdadera inculturación será aquella que permita expresar la fe cristiana mediante los matices enriquecedores de la cultura. Si hoy el mundo occidental aprecia valores como la libertad, igualdad, respeto a la diversidad, no violencia ni engaño, tolerancia, emancipación de la mujer, paz y todo cuanto tenga que ver con los derechos humanos, la Iglesia de Jesucristo debe ir más lejos todavía y añadir a todo esto los valores bíblicos de la fe, la esperanza y el amor, que además de contribuir a la convivencia humana, constituyen el germen de la salvación.

El diálogo entre el Evangelio y la pluralidad de culturas constituye el gran desafío del siglo XXI. En medio del actual proceso de globalización, los creyentes debemos aprender a trabajar juntos con miembros de otras confesiones en aquellas tareas comunes que nos unen. No sólo hay que seguir predicando el Evangelio de Jesucristo, sino también colaborando en asuntos que tengan que ver con la acción social, con todo cuanto promocione la paz y la justicia, lo que contribuya a la inserción de los marginados en la sociedad, el cuidado de los enfermos y los encarcelados, los problemas de los inmigrantes, los refugiados, etc. Es decir, predicar a Cristo y, a la vez, orar y trabajar por la humanización de este mundo tan plural.

La variedad de ofertas religiosas y cosmovisiones que existe hoy obliga a los cristianos a realizar un mayor esfuerzo por fundamentar su propia fe. En estos tiempos el creyente debe saber muy bien en qué cree y cuáles son los pilares doctrinales donde se apoyan sus convicciones. Será necesaria la razón de la argumentación teológica convincente, pero también el testimonio personal o estilo de vida que corrobore aquello que se cree y predica.

A pesar de la actual “planetización” del mundo, la evangelización continúa siendo la principal tarea de la Iglesia ya que dos de cada tres personas viven aún sin haber oído hablar de Cristo. Por eso hay que emprender la tarea de reorientar al ser humano hacia el amor que Jesucristo encarnó. Sólo mediante ese amor al prójimo será posible que en este planeta los besos destierren por fin a las pistolas.
 

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