Observo una puerta entreabierta, de la que surge un rumor ahogado, un intento de conjuntar un grupo de voces al amparo de un piano que, casi cíclicamente, repite la melodía de un tema góspel, de esos de sonrisa blanca y túnica violeta. Atravieso el umbral y se hace el silencio. Una docena de miradas se clavan en mi osadía. No, no vengo al ensayo. No, no conozco a nadie de la iglesia, pero he visto la puerta abierta.
Los cultos son a las once de la mañana. Los domingos, claro. Gracias.
En el hall observo un gran plafón de corcho; se anuncian conciertos cristianos de chicos con cara de enfado y flequillo a lo Arctic Monkeys, campamentos de verano y grupos de estudio bíblico. Pero los cultos son a las once. Los domingos, claro. Folletos, evangelios de Juan y revistas, todo un poco desordenado, en una mesa sirven como supuesto reclamo para adentrarse en una iglesia evangélica. He estado a punto de pasarla de largo, ya que se limita a una placa negra con letras blancas en la que, como no, resalta lo de los domingos a las once.
En Catalunya hay 453 iglesias evangélicas -112 más que hace tan sólo tres años-, tal como recoge el primer
Mapa de las Religiones que ha elaborado la Generalitat a partir de dos estudios realizados el 2004 y este mismo 2007.
La mayoría de lugares de culto –eufemismo para no reiterar el concepto de iglesia, limitado a algunas confesiones- siguen siendo católicos (2.534), aunque muchos se han acabado convirtiendo en un puntito más en mapas con rutas turísticas para visitantes de gorra de los Yankees, riñonera y sandalias con calcetines blancos.
La fe ha pasado por el filtro de una gran caja registradora, básicamente para costear las reformas de lugares de culto, de esos puntitos en los mapas que justifican su existencia al amparo del museo Picasso, el campo del Barça y los grandes mausoleos comerciales.
Asumo mi pequeñez ante la soberbia presencia de la Catedral –donde no entro para no tener que esquivar lucrativas taquillas-, la Sagrada Familia –donde tampoco entro para no lidiar con oleadas de japoneses con cara de Nikon ni pagar unos abusivos 16 euros- o Santa Maria del Mar, donde me embriaga un exceso de incienso en el ambiente y una de esas sensaciones tan chill out de silencio ceremonial, de vacío rellenado con sonidos de pisadas, de fugaces y sigilosas apariciones de algún personaje de negro que, entre las sombras, se esconde en un confesionario o se refugia en su inexpugnable sacristía, cerca de donde una barroca cajita plateada resguarda una oblea, el cuerpo de Cristo a salvo de indeseables visitantes. Y para salir sólo los domingos. A las once, claro, aunque en esta ocasión también a las nueve, las diez, las doce y la una.
Vayan saliendo, no se entretengan y guarden el debido silencio, no vayan a despertar al Jesús que yace inerte. Ah, ¿que después volvió a la vida? Nimiedades.
En uno de esos días bienvenidos en Barcelona, los de sol y el poco habitual frío seco, me zambullo en Ciutat Vella con ganas. Plaça del Rei, yonquis dormidos, restos caóticos de la noche sin forma, estudiantes Erasmus lejos de casa y de clase, Mossos d’Esquadra hieráticos, callejones, callejuelas, plaça George Orwell, restaurantes paquistanís con hule de plástico y sabroso cous-cous, vídeoclubs Bollywood, metro Liceo, carteristas.
Cerca de Escudellers fijo la mirada en una puerta de metacrilato y cristales opacos. Está abierta
. Zapatos, sandalias, alguna babucha, se amontonan en una alfombra presuntamente persa a la entrada. Un corrillo de hombres de chilabas blancas y silencios rápidos gesticulan el típico movimiento con la mano de que siga mi camino. ¿Miedo? ¿De quién hacia quién? Dentro les espera el tiempo del
salat, de las oraciones para recordar que su fin es la adoración a Dios. Sigo mi camino. En Catalunya se cuentan hasta 169 oratorios o mezquitas.
El amor para superar el odio, aunque no se dirija a Dios. El estado interior del alma como objetivo.
42 centros budistas se concentran ya en territorio catalán, aunque mi aproximación más rápida pasa por encasquetarme unos auriculares en el FNAC y dejarme seducir por las melodías new age que algún productor avispado ha mezclado con
mantras budistas –del gran centro budista de Sitges- consiguiendo un efecto casi embriagador. En el fondo, más lucrativas taquillas.
El estudio de la Generalitat también habla de 147 salones de los Testigos de Jehová, así como de 30 centros hinduistas y hasta unos modestos 18 de ortodoxos. El sociólogo que lidera el trabaja lanza una eufórica consigna sobre la consolidación del
pluralismo religioso de la sociedad catalana y, con mentalidad de estudio gubernamental, habla de radiografía, de paraguas de la diversidad, de crecimiento sostenido, de notable ausencia de conflicto, de diversificación territorial, de una futura ley autonómica que fijará requisitos necesarios para abrir nuevos templos, de números, números y números.
Son ya personajes con cara de director de estudio sociológico, de conseller de la Generalitat, de directora de asuntos religiosos, personajes que despojados de su cargo se parecen al carnicero o al librero del barrio, al que sin la bata ensangrentada o la pila de periódicos delante, casi ni reconoces al cruzártelos por la calle vestidos, digamos, de civil.
El día soleado y de frío seco se va deshaciendo como un terrón de azúcar que se deja devorar por un café; primero, se va oscureciendo. Al final, desaparece.
Abandono ese día con la certeza de que a los únicos sitios donde me han invitado a entrar son una presunta tienda, de esas situadas en un primer piso y sin cartel exterior, de chaquetas de piel; en un prostíbulo, seguramente en un similar primer piso sin cartel y en un Pans & Company donde, precisamente hoy, dan dos bocatas al precio de uno. Pido uno de atún, aceitunas y anchoas y el otro se lo regalo a un mendigo que, desde hace años, tiene ganada la plaza a la entrada de una iglesia de la calle Ferran. Creo que nunca ha llegado a entrar.
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