Paso al lado de un cartel que dice: HAMDEN; LA CIUDAD DE LOS GIGANTES QUE DUERMEN. A un lado un monte que aquí llaman Carmelo. Decidido: voy a subir.
Entro por la avenida Whitney, amplia, para gigantes. Creo que este nombre lo he visto en otras ciudades. ¿Cuántas avenidas Whitney hay en los Estados Unidos? ¿Cuántas calles con el nombre de Lincoln? ¿Y cuántas con el nombre de Elm, Washington, Colony? Los carteros deben de andar locos.
En una de esas calles ocurre algo. Presencio una caída. Un individuo de unos cuarenta años, la única persona que transita a pie por aquí (¿un americano caminando?) se desploma al suelo. Paro el coche. Salto y corro hacia él.
Antes de llegar, ya se han acercado unas siete u ocho personas, que han salido de sus casas y de un par de vehículos. Una chica lleva una botella de agua. Me acerco a un grupo que no se decide qué es lo primero que se puede hacer con el hombre.
Uno ya llama a una ambulancia, pero habrá que hacer algo: ¿colocarlo boca arriba y alzarle las piernas? ¿controlar el pulso? ¿colocarlo de lado para evitar que se ahogue? ¿coger su cartera y mirar donde vive? La chica del agua dice que la ambulancia tardará diez minutos por lo menos, así que nos ponemos un poco nerviosos. Yo no me atrevo a tocarlo, porque puede hacerse daño en el cuello.
Uno se acerca y le mira las pupilas. Expandidas. Le coge la muñeca. Débil y lento. Otra mujer se acerca a su pecho. Se hincha. Respira. La chica del agua le abanica con una guía de televisión. La piel de color ceniza va recuperando el tono normal (blanco) de un americano normal. El hombre parece recobrar algo de vida. Las pupilas se contraen ligeramente. Cierra los ojos y al acercarme exhala un suspiro.
Su mano derecha comienza a moverse, al principio trémula, lo que nos alarma. Pero no hacemos nada. No le decimos que se esté quieto, que la ambulancia llega. Abre los párpados. Emite algún sonido que no entendemos. Pego mi oído a su boca, y escucho el traqueteo lejano de un tren.
- ¿Se encuentra bien?
- …
Lleva la mano al bolsillo de su pantalón.
- Deje que le ayude.
- …
Me anticipo a su mano temblorosa y pongo la mano en el exterior de su pantalón. Hay un objeto pequeño, delgado.
- ¿Quiere esto? No se mueva… tranquilo.
Saco de su bolsillo un pequeño colgante. Es una cruz vacía.
La ambulancia llega. Intento poner la cruz en su mano. Uno de los enfermeros me aparta con firmeza. En unos momentos, que pasan muy rápidos, el hombre está dentro de la ambulancia, sobre la camilla. Aprieto la mano con la que sostengo la cruz. Un enfermero tiene una linterna con la que apunta a sus ojos. Le pide que siga su dedo.
- Perdone… esto es de ese señor – le digo al conductor de la ambulancia, que lleva varios cafés despierto. Asiente y se mete la cruz en el bolsillo. Se rasca la barba sobre el mentón.
La puerta trasera de la ambulancia se cierra de un golpe. El conductor ajusta el retrovisor, del que cuelga un peluche pequeño de un pokémon. Los veo irse.
Abro la palma de mi mano y la cruz, el primer auxilio, sigue ahí, en una huella. El resto de la gente se ha ido. A mis espaldas me acompaña ese monte Carmelo.
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