Pensando que gracias a una falla personal no sonreía como ellos, desde hace un tiempo deseaba la asunción de la fe asistiendo a la iglesia. Pero los predicadores iban más de prisa que él. Con sus tonos agresivos le acusaban de su posición de incrédulo contumaz. Le azuzaban con un tridente coactivo para que “diese el paso”. Antes de analizar nada ya tenía el rótulo de condenado colgado en la espalda, y la zanahoria de la salvación delante. Él se creía sincero, pero los predicadores le hicieron sospechar cosas muy perversas de él. Apenas contaba veinte años y las acusaciones salían de debajo de las piedras. Pocos años para hacer tanto daño, y pocos para acumular tanta culpa.
Aparte de su mar de confusión interna, el culto se desarrollaba con normalidad. Sólo alguna tos ayudaba a quitar hierro a aquel silencio general, otrora solemne.
-Hoy zanjaré este asunto. Hubiera preferido apropiarme de una fe a todas luces lógica, rescatada desde el sentido común- se decía. Sabía que cometería algún tipo de suicidio, pero la única manera de aliviar los efectos de aquella imantación eléctrica sobre su alma era asentir, aceptar, correr hacia delante.
Desde algún lugar alguien lo invocaba. Dios desde el cielo, satanás desde el infierno, o el predicador desde la tarima. Desde luego, lo que necesitaba era salvarse o que le salvaran.
-Ya está... pediré una prueba a Dios. ¿No trato con los asuntos relacionados con Dios? No es absurdo pedir que Dios me saque de esta confusión mental dándome alguna prueba de que ratifica las palabras del predicador. El predicador habla de Dios. Pero ¿y Dios? ¿respaldaría al predicador? ¡Eso! ¡Que Dios me hable bien del predicador! - se decía.
Una tos persistente ya resultaba molesta y algunas cabezas se giraban como buscando la cara del culpable griposo. Pedro parecía que había llegado a un buen punto y no reparaba en los virus que lanzaba al aire su vecino de atrás ni en sus aparatosos estornudos.
Pedro cerró los ojos y comenzó a orar a ese dios que pedía su confianza pero que tanto desconfiaba de él.
Su compostura no era la habitual, postrado en exceso, llamando un poco la atención. Quería sacar lágrimas, provocar un mea culpa, llamar la atención de un dios impertérrito. ¡Ayuda mi incredulidad!, decía. Esperaba con pavor los momentos finales en que el predicador concluiría con un llamamiento a los inconversos. -¿Lo hará compasivamente? ¿Lo hará con agresividad? ¿Con amenazas?- se decía. Su alma pendía de aquellas últimas palabras y de los versos escogidos para el himno final.
Tan molestas eran las toses de su vecino que el acomodador se asomó por el pasillo buscando al griposo incordiante.
-¡Dame una señal, oh Dios! ¡Dame una señal!- decía Pedro
Demasiado lejos estaba el acomodador para adivinar de dónde procedían las toses. Se desplazó por el pasillo y llegó hasta donde estaba Pedro.
Pedro fue desvelado de su ensimismamiento con un toque en la espalda. Lo primero que vio fue una mano bondadosa que le ofrecía un caramelo de eucaliptus. La culminación de su estado tenso explotó con una expresión tan exaltada como delirante.
-¡Gracias! ¡Gracias! ¡Ahora creo en Dios! ¡Al fin una señal!.
Aquel final feliz no era más que un principio fatal.
Lo que prometía ser una reunión plácida y somnolienta, quedó truncada por aquella persona inoportuna que daba saltos estrambóticos y besaba a los acomodados hermanos, arrancando a correr pasillo arriba pasillo abajo.
Viendo la amenaza que suponía tal desbarajuste, los más celosos del lugar, como un solo hombre, lo cogieron en volandas hasta escupirlo por la puerta de la iglesia al desconsolado mundo.
Asustado y desorientado, Pedro buscaba cómo volver a su casa mientras apretaba aquel caramelo que se deshacía poco a poco en su mano.
Su mente excomulgada se poblaba de centellas ardientes, y prescindía del cuerpo como se prescinde de un despojo.
-Gracias Dios, gracias Dios- musitaban sus labios cuando era conducido a la escena de su dolor.
-Gracias Dios, gracias Dios, porque ahora sé que crees en mi-.
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