Igualmente, su cultura manifiesta también esta ambivalencia moral. El conjunto de creencias, costumbres, valores e instituciones que posee cada sociedad y que se va transmitiendo de generación en generación, es portador de esa mezcla dispar de bondad y maldad inherente a toda criatura después de la caída. Por eso el creyente debe distinguir entre los valores y antivalores que existen en cada cultura, para enriquecerse con lo positivo y, a la vez, denunciar aquello que puede degradar a la persona. El mensaje cristiano insiste, por tanto, en la unidad de la raza humana así como en la valoración de todo lo positivo que hay en las diversas etnias y culturas de la tierra.
El libro de los Hechos afirma que el espíritu del apóstol Pablo,
“se enardecía viendo la ciudad entregada a la idolatría” y que
“discutía en la sinagoga con los judíos y piadosos, y en la plaza cada día con los que concurrían”, predicándoles el Evangelio de Jesús y hablándoles acerca de la resurrección. Su actitud fue la de oponerse abiertamente a la idolatría existente en Atenas. Una cosa era la riqueza de culturas y otra muy diferente el politeísmo grosero y supersticioso que allí imperaba.
Pablo se había educado en varias culturas diferentes de su época. Como escribe Umberto Eco: “el modelo del milenio será san Pablo, que nació en Persia, de una familia judía, que hablaba griego, leía la Torá en hebreo y vivió en Jerusalem, donde hablaba el arameo y cuando se le pedía el pasaporte era romano” (1).
El apóstol fue buen conocedor de diversas tradiciones culturales, las amaba y respetaba, pero su celo misionero no le permitió tolerar ningún rival de Jesucristo, ni llamar “Señor” a nadie en la tierra. Sólo Jesús es el Señor del universo que se humilló hasta la muerte para redimir a la raza humana y que juzgará al mundo con justicia.
Así como en el Antiguo Testamento se explicita el origen de la diversidad étnica y cultural de los distintos pueblos que habitan la tierra, a partir de una primera pareja creada por Dios, en el Nuevo Testamento se indica todo lo contrario. Una auténtica inversión de aquel proceso original de dispersión. Si los descendientes de Noé se esparcieron por todas las latitudes y climas del planeta, formando así la elevada diversidad de aspectos y tradiciones humanas, a partir de la divulgación del mensaje de Jesucristo, toda esa rica variedad humana puede ya confluir en el Hijo del Hombre y ser consciente de que todas las personas pertenecen, en realidad, a la misma raza humana. Independientemente del color de la piel o de la lengua que se hable, la redención de Cristo unifica las naciones y da lugar a una sola sociedad universal.
Como escribió Pablo: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gá. 3:28).
Tal convicción cristiana echa por tierra todo comportamiento racista o xenofóbico, todo orgullo racial o sexual, toda discriminación del hombre por el hombre y, a la vez, fomenta el respeto a la variedad cultural existente en el mundo de hoy. En este sentido, nos identificamos plenamente con las palabras del pastor John Stott: “A causa de la unidad de la humanidad demandamos iguales derechos e igual respeto para las minorías raciales. A causa de la diversidad de grupos étnicos repudiamos el imperialismo cultural y defendemos la preservación de la riqueza de una cultura interracial, compatible con el señorío de Cristo.
A causa de la finalidad de Cristo, sostenemos que la libertad religiosa abarca el derecho a difundir el Evangelio. A causa de la gloria de la Iglesia, debemos librarnos de todo resabio de racismo y esforzarnos por que la Iglesia sea un modelo de armonía entre las razas, en el que se cumpla el sueño multirracial” (2). En pleno siglo XXI, nos parece que éstas deben seguir siendo las legítimas aspiraciones del pueblo de Dios.
(1) Eco, H., Entrevista en El periódico de Cataluña, 7.01.2000
(2) Stott, J. R. W. La fe cristiana frente a los desafíos contemporáneos, Nueva Creación, Grand Rapids, Michigan, EEUU, 1999: 254.
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