Decía que mi tío se quedaba anonadado mirando casi cualquier cosa que tuviera el problema de pasar por delante de su vista. De repente, en medio de Londres, se detuvo frente a un edificio relativamente alto, de piedra negra, y con grandes ventanales oscuros, un edificio bastante feo. No sé qué atrajo su atención, sólo que levantó su largo brazo y, dejando colgando su dedo índice, dijo algo así como:
- ¿Qué es este edificio?
Recuerdo que nos miramos todos, especialmente porque ninguno tenía ni idea de qué función tenía el lugar. No tuvimos la necesidad de entrar a mirar, así que nos callamos, esperando a que a alguien se le ocurriera una idea para salir del paso.
- Es… son oficinas… eso es… - inventó mi madre.
- ¡Oooh! – respondió mi tío, satisfecho - ¿qué hacen ahí?
Nunca he entendido eso de querer saber para qué sirve un edificio determinado. Hasta el momento en que he pisado Nueva York. Cualquier bloque parece un lugar mágico y atrayente. Entonces me acuerdo de mi tío y de aquella vez, cuando dimos gracias de que fuera sábado y casi todo estuviera cerrado; de no ser así, nos habría obligado a entrar a conocer, desde dentro, el fascinante mundo de la burocracia británica.
Ahora, parado frente a un edificio de ladrillo color café, limpio, nuevo, y destacando entre el resto de las construcciones de la calle solitaria y gris en la cual me hallo; precisamente en este momento recuerdo aquel viaje de mi tío a casa, y me pica la curiosidad de saber si ese lugar es útil, o sólo una sucursal del disimuladamente eficaz gobierno estadounidense. Por lo que me acerco a preguntar:
- Disculpe, ¿sabe qué es este edificio?
- Oh, lo siento, no vivo aquí.
- Disculpe, ¿sabe…
- …
- Disculpe, ¿sabe qué es este edificio?
- Es un edificio de penosa construcción pseudo-art-decó, que ningún fotógrafo en su sano juicio osaría…
- Perdone, me gustaría saber qué hay aquí…
- Y a mí me gustaría no tener que trabajar todos los días. ¡Apártese de mi camino!
- Oiga, ¿sabe lo que hay aquí?
- Dejaré mis tierras por ti, dejaré mis campos y me iré, lejos de aquí, cruzaré llorando el jardín, y con tus recuerdos partiré, lejos de aquí…
- Por favor, es mi última oportunidad, ¿podría decirme qué hay en este bloque?
- Claro, amigo, pero le va a costar… la cartera... y esos zapatos parecen cómodos…
No parece, por lo tanto, un lugar especialmente importante, y sin embargo existe aquí. Permanece. Como muchos de los seres que vagan por estas tierras, por las ciudades. Con la tendencia que se va imponiendo hoy día: la de vivir por vivir. ¿Empeñarse en vivir? Alguien, o unos cuantos, han puesto sus manos para levantar esto, para ponerlo en pie. Y no da la sensación de que llame la atención más que a unos cuantos plebeyos como yo.
Me acerco a la puerta de cristal, de un cristal ligero que ahora refleja la vida de fuera, y el vacío del interior. Pero tras pensarlo un poco, abandono el impulso de entrar y preguntar a gritos a qué se dedican los que entran allí. Aunque esto supondría recibir una respuesta tan neoyorquina como: “por lo pronto, caballero, los que trabajamos aquí no nos dedicamos a gritar”.
De acuerdo, me voy… a buscar edificios que no sólo sean una fachada atractiva, sino que ofrezcan dentro de sí mismos algo que obligue a los que están fuera a detenerse y mirar. Como sucede con algunas personas que reflejan en su fachada lo significativos que son sus cimientos.
Me quedo sin saber para qué sirve esta construcción que tantos recuerdos y pensamientos me ha despertado en un segundo. Quizá sea mejor así. Seguiré buscando.
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