Es cierto que no todos los comportamientos que se conservan en las tradiciones de ciertas civilizaciones son buenos o haya que respetarlos por el mero hecho de que existan como reliquia cultural. La práctica de la ablación del clítoris a las niñas, por ejemplo, es un salvajismo que ninguna sociedad debiera permitir. Quemar viva a la esposa junto con el difunto marido, como se hacía en la India hasta mediados del siglo XX, es una costumbre absolutamente inhumana. Obligar a las mujeres afganas a llevar la humillante burka que las convierte en fantasmas ambulantes o abandonar su educación así como el ejercicio de su profesión, es algo que no debiera permitirse en un mundo global.
En esto estamos de acuerdo. Sin embargo, también es verdad que existe mucha riqueza cultural escondida en la mayoría de las tribus y pueblos de la tierra. Si nuestra civilización occidental construida sobre muchos principios bíblicos, valora hoy ante todo la libertad, el espíritu crítico, los derechos humanos o la democracia, algunas etnias por su parte pueden enseñarnos el valor del tiempo, a distinguir lo importante de lo secundario o a vivir en armonía con la naturaleza.
En ciertas culturas se da también una capacidad especial para soportar el sufrimiento así como un espíritu de resignación ante las adversidades de la vida que la mayoría de los habitantes del mundo globalizado parecen haber perdido. La serenidad con la que se enfrenta la muerte y se la integra con la propia existencia, el respeto por los ancianos y la valoración de su experiencia vital, la buena relación existente entre las distintas generaciones, el sentimiento solidario de comunidad, la sabiduría con la que se pasa del período laboral al ocio así como la capacidad para ser felices en la austeridad, la facilidad con la que el ser humano cree y se relaciona con lo divino, constituyen otras tantas lecciones que algunos pueblos le siguen dando al Primer Mundo.
Por supuesto que algunas de sus tradiciones religiosas o culturales pueden ser sólo supersticiones equivocadas y ahí es donde la fe cristiana debe ayudar mostrándoles el Evangelio de Jesucristo, pero esto no significa que ellos no puedan enseñarnos nada bueno a nosotros.
La Iglesia debe inculturar el Evangelio a todos los pueblos de la tierra y nunca jamás imponerlo como, por desgracia, se hizo en el pasado. A la vez, las congregaciones cristianas tienen que dejarse inculturar por aquellos valores positivos que hay en cada tradición autóctona.
Esto no significa que se deba cambiar o modificar el mensaje de Jesucristo, ni mucho menos que se practique un sincretismo que tome doctrinas de aquí y de allá para contentar a todo el mundo. La Buena Nueva revelada por Dios en las Sagradas Escritura es inmutable. No puede cambiarse en función de las modas o las costumbres humanas.
No obstante,
lo que sí debe adecuarse a cada grupo humano es el envoltorio cultural mediante el cual se transmite la Palabra de Dios. El Evangelio debe predicarse en las categorías culturales de cada etnia y esto significa que parte de la liturgia cultual -la que no sea revelada- puede y tiene que recoger las expresiones típicas de cada pueblo. La revelación divina, que no cambia, debe poder manifestarse mediante el pluralismo litúrgico, que si puede hacerlo. Esto es lo que se observa en el Nuevo Testamento, por ejemplo, cuando la Iglesia primitiva pasó del cristianismo de influencia judía al de carácter griego. De manera que hoy la Iglesia cristiana deberá pasar también de ser una Iglesia exclusivamente occidental a ser una Iglesia universal.
Identificar el cristianismo con la cultura occidental ha sido la gran equivocación de los misioneros de la época moderna. El armonio, por ejemplo, es un instrumento musical que, si se toca bien, es capaz de producir melodías agradables que pueden inspirar espiritualmente, sobre todo al creyente europeo y norteamericano. Pero convertir semejante aparato en parte fundamental del culto, casi como si se tratara de la Santa Cena o la predicación, asumir su uso como la única posibilidad musical para la alabanza aceptada por Dios e imponerlo a todas las congregaciones cristianas del planeta, ha sido durante siglos el gran error de las iglesias evangelizadoras del Norte. ¿Es que acaso a Dios no le agrada la música producida por los instrumentos de los demás pueblos?
Lo mismo ha ocurrido con el estilo arquitectónico de los templos, la educación occidental impartida en las escuelas bíblicas, la vestimenta de los pastores o líderes religiosos y otras muchas tradiciones culturales. Por tanto, en la actualidad es menester que el cristianismo respete los valores de cada pueblo y se inculture con sensibilidad hacia ellos. Sólo así podrá recuperar la credibilidad que tantos años de imposición cultural le hicieron perder.
El verdadero diálogo intercultural sólo puede darse en un clima de reciprocidad. Hay que acabar cuanto antes con la idea errónea de que la civilización occidental no necesita nada de nadie. En realidad, lo cierto es que todas las culturas están llamadas a aprender unas de otras, así como a enseñarse mutuamente. De ahí que el verdadero actor de la inculturación evangélica no sea tanto el misionero, ni la comunidad de origen que financia sus gastos, sino la congregación local que es quien verdaderamente conoce su propia cultura, así como los signos de identidad comunes a todas las personas de su tierra.
La tarea del misionero que dedica su vida para llevar el Evangelio a unas determinadas personas es muy importante y loable ya que, aparte de la vocación y el altruismo, implica un esfuerzo por traducir el mensaje de la mejor manera que pueda, con el fin de que la gente lo entienda y se convierta a Jesucristo, pero debe ser siempre consciente de que la verdadera protagonista del diálogo entre el Evangelio y la cultura autóctona tiene que ser la propia iglesia local. Ella es, en definitiva, quien mejor conoce su cultura y quien tiene la mayor responsabilidad de testificar a sus semejantes.
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