Lo que a estas alturas nadie parece poner en duda, es que está de moda ser artista. Si antes los más pequeños deseaban ser astronautas, bomberos o princesas disney; ahora, quieren ser estrellas de la canción.
La influencia de los medios de comunicación, en especial los de masas, está jugando un rol destacado en la modificación de determinados valores, principalmente entre las edades en formación.
Llegados a este punto, lo fácil y hasta popular sería, hacer una critica feroz a las cadenas de televisión que impulsan tal programación, argumentando intereses ajenos a la educación, o al patrocinio del arte, etc. Incluso, satirizar sobre la presunta moralidad o ética de los amparadores -para nada lúdicos, por demás- de este tipo de espacios, en mi opinión, tan legítimos como cualquier otros.
Muy al contrario -como músico cristiano- estoy interesado en otra visión del prodigio en si. En concreto, en la influencia que sobre la sociedad -y por ende en nuestras iglesias- están obteniendo tales bombardeos mediáticos.
Determinados valores como el estudio, el esfuerzo y la auto superación son loables en si mismos. Sin embargo otros, como la adquisición de una fama rápida -y en ocasiones esporádica- parecieran convivir extrañamente entretejidos de manera tristemente contradictoria.
En el transcurso de la reciente conversación con un adolescente, me interesó preguntarle respecto a que lo esperaba de la vida y sus sueños al alcanzar la edad adulta: “cantante cristiano” me contestó sin titubear. Para mi sorpresa, esta es una respuesta que se repite insistentemente al hacer este tipo de interpelaciones a los más jóvenes en nuestras iglesias.
Últimamente, proliferan las instituciones de carácter cristiano, que se dedican a formar a los nuevos ministros de música y directores de alabanza, llámense, institutos musicales o escuelas de adoración. De hecho, en muchos casos, su población estudiantil esta superando por mucho, al número de alumnos de teología de cualquier seminario o instituto bíblico convencional.
De aquí a poco, me atrevo a pronosticar, que estaremos en disposición de elegir entre varios líderes de alabanza en nuestras congregaciones y… ¡nos faltará un pastor para predicar!
La pregunta que responsablemente debemos formularnos es ¿qué estamos haciendo mal? Sí, claro, a todos -o al menos a algunos de nosotros- nos gusta Marcos Witt. Pero a ninguno -incluyendo al protagonista de esta cita- le agradaría tener su iglesia abarrotada de pequeños “clones wittianos” cortados, uno tras otro, por el mismo patrón.
Inevitablemente, surgen cuestiones de fondo, para las cuales no disponemos de espacio en las escasas líneas de este artículo. Sirva decir, que a la vez que es bueno -y si es posible debemos- fomentar el desarrollo artístico de nuestros jóvenes. No es menos cierto, que hacerlo poniendo el énfasis en su propio enriquecimiento como individuos en formación, es más importante de lo que a nivel de futura proyección individual, pudiera reportarles.
Esta es una tarea cardinal en la que deberán estar involucrados educadores, pastores, líderes y padres por igual.
Ninguno estamos exentos de que un hijo, en algún momento de su desarrollo, nos acuda con la “temible” revelación de: ¡mamá, quiero ser artista!
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