El verdadero amor es la aceptación:
de todo lo que el otro es...
de todo lo que el otro fue...
de lo que será...
de lo que ya no es...
No hace demasiado tiempo salía un anuncio en TV, en donde se veía a un hombre ya con ciertos años, comiendo la sopa con algo de temblor en sus manos, a una mujer ya no demasiado joven caminando con lentitud, y alguna otra cosa en la misma tesitura. Al final, una voz en “off” decía: “Él te ha enseñado a comer, ten paciencia cuando ahora tenga dificultades con la cuchara; ella te ha enseñado a caminar, ten paciencia cuando ahora no pueda ir tan rápido como tú...
Siempre me impactó de una manera especial este “spot”, y siempre pensé que quien lo había escrito debía de ser una persona buena.
Estoy en un momento de mi vida, quizá porque ya estoy viviendo una cierta medianidad de mis años, en que todo esto me está empezando a afectar de manera muy directa. He pensado mucho, muchísimo, y han venido a mi mente los recuerdos más antiguos de mi cerebro, de cuando mis neuronas estaban casi recién estrenadas. Esos recuerdos que parecen haberse olvidado y, por alguna situación de crisis, de repente, salen de no sé donde con una claridad meridiana.
Yo he tenido la bendición de contar con unos padres maravillosos que -evidentemente- no han sido perfectos; pero que cuando han cometido algún error, como todos los que somos padres, han tenido la valentía de pedir perdón y de decir que todo lo que habían hecho había sido creyendo que era lo mejor para mí. Y eso..., lo cambia todo.
Todavía recuerdo la primera vez que comprendí, hasta donde podía comprender en aquel entonces, lo que era un Dios real, cercano y que me amaba. No creo que tuviera más de tres años, y era una noche de invierno. Era un Domingo de noche, veníamos de viaje y estábamos llegando a casa. Era aquella Coruña de los años 60, donde todas las calles del centro eran peatonales y casi no había coches; nos dirigíamos a casa, que estaba en pleno centro de la ciudad, frente por frente al todavía hoy emblemático teatro “Rosalía de Castro”, donde mi padre tenía la consulta. Yo era tan pequeña que iba detrás, subida (con todo el pesar de mi padre!!!) sobre, lo que me parecía una montañita, la transmisión del coche, y recuerdo con una claridad absolutamente meridiana cómo él me venía enseñando y cantando, al tiempo que marcaba el ritmo con el volante, aquella vieja canción:
Cual estrellas brillantes su corona adornando,
Son los niños amantes de Cristo el Señor.
Tiene Cristo en su corona preciosas preseas,
Cada niño que le adora, su joya será...
Aquel día, comprendí que yo era especial para Dios y que si le amaba, sería como una especie de estrella o un diamante en su propia corona!!!... Todavía me emociono al recordarlo.
Son muchas las veces que me acuerdo de mi madre, cada noche leyéndonos historias de la Biblia. Recuerdo que me encantaban especialmente las de Daniel, sobre todo la del horno de fuego.
Un día de verano, cuando venía el general Franco a pasar el mes de agosto en el Pazo de Meirás, la ciudad se convertía en una fiesta del Régimen, con banderitas españolas por todos los sitios. En una ocasión había un desfile militar no sé de qué y mi abuelo nos llevó a mi hermana y a mí para que lo viéramos, en la conocida plaza de María Pita. Aquello era un hervidero de gente y, en un momento, ni sé decir por qué, la plaza entera se pudo de rodillas. Mi abuelo, inmediatamente, con aquellas manos fuertes nos agarró con mucha fuerza a cada una por una mano, y los tres permanecimos en pie en medio de toda aquella plaza arrodillada. Mi abuelo muy alto y derecho y nosotras dos niñas pequeñas que no entendíamos nada, en pie, firmes como una roca. En ese momento vino a mi mente la historia de Daniel y la estatua de Nabucodonosor, y... no os puedo explicar lo que sentí; pero vi a mi abuelo como una especie de héroe; no sé cómo, pero -de repente- me sentí invadida por la presencia y la protección del Señor (en aquellos tiempos podía pasar cualquier cosa).
Podría contar miles de cosas; pero si hay algo que me impactó y llevo clavado en el corazón, son los cientos de veces que, cuando me levantaba de noche, veía a mi padre muy tarde, leyendo la Biblia o de rodillas, orando. Nunca lo podré olvidar; porque eso ha marcado mi vida.
Los niños son enanos; pero no tontos, y captan perfectamente y como esponjas, cómo son su padre y su madre hasta lo más hondo, sin que nadie se lo diga. Me encanta la expresión que utiliza el apóstol Pablo cuando le escribe a su discípulo Timoteo: “que habite en ti la fe no fingida, que habitó primero en tu abuela Loida y después en tu madre Eunice”.
“Fe no fingida”... Os aseguro que me encanta esta expresión. Podemos parecer los más santos, los más creyentes, no faltar a una sola reunión y lo más... de todo; pero si la fe es fingida, los hijos lo detectan igual que hurones y... qué tristezas se producen en ocasiones.
Nunca olvidaré cuando tenía 14 años y ya tenía edad de tener una buena Biblia de piel y no aquella de pastas duras y cantos rojísimos... Era un Domingo de verano y, mientras mi madre preparaba la comida, mi padre me llamó a su habitación y me dijo: “hija, tu madre y yo te queremos hacer un regalo, y sacó de una caja una Biblia preciosa, era de una piel especialmente suave y con los cantos dorados. Me encantó!! A continuación abrió la primera página y me leyó la dedicatoria de parte de mis padres. Abajo, había un versículo que él se encargó de leer detenidamente, marcando cada palabra con su dedo índice:
“el mundo pasa y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre”. Por supuesto, lo entendí, tenía edad para ello; pero no fue sino muchísimos años después, que pude comprender en profundidad cada una de sus sílabas.
Yo tengo tres hijos, ya mayores; pero aunque comencé a orar por ellos desde el mismo momento que supe que los tenía dentro de mí, sigo -cada día- pidiendo a Dios que, a pesar de mis muchos errores e imperfecciones hayan podido y puedan ver siempre en mí una mujer, una madre de fe auténtica, no fingida, cuya impronta los marque a fuego. Una impronta que no puedan borrar ni las cosas incorrectas que tengan que ver incluso donde no tendrían que verlas, ni las pruebas de la vida, ni la llamada tan seductora del mundo.
Hoy las tornas se han cambiado y son mis padres los que empiezan a necesitar de mí. Pido a Dios que me ayude a estar siempre a la altura y a devolverles hasta el final, todo el amor que me han dado.
El verdadero amor es la aceptación:
de todo lo que el otro es...
de todo lo que el otro fue...
de lo que será...
de lo que ya no es...
Si quieres comentar o