Al darme cuenta de que aún me quedan casi dos meses antes de estar en el lugar y hora de la nota, y al pasar junto a un cartel que anunciaba: próxima demolición, he decidido entrar, ser uno de los últimos visitantes del cine, y dar una nueva oportunidad a una ciudad que de entrada me ha parecido como todas las demás, esto es: dunkin’ donuts, surtidores, tartas de manzana, césped perfecto, postes de la luz en forma de cruz y un divertido acento bajo una gorra de béisbol del equipo estatal; grandes motos, grandes coches, trigo en una tierra plana hasta asfixiar… y ratos de paz, quizá excesivamente ociosa, entre condado y condado.
En la pantalla-sábana, veo un revólver (otra palabra que suena curiosa) y entonces llega el mejor momento de la película, cuando caen los espejos, creando esas imágenes tan impactantes, en la que cada uno es como es de verdad, y la realidad se presenta como la mayor de las mentiras.
Hoy parece que vivimos permanentemente en el final de “La dama de Shanghai”: cuando nos asomamos a eso que llamamos información, a menudo hay quien se empeña en que lo que nos muestran es la verdad, a pesar de que los espejos van cayendo y dando paso a reflejos distorsionados, imparciales, y tan limitados como limitada, imparcial, y distorsionada está nuestra moralidad.
Por lo tanto me pregunto si todo está preparado de antemano. Mi viaje, concretamente, parece obedecer a las inclemencias del tiempo, a mis cálculos, al hecho de que si no dispusiera del dinero que guardo, esto no sería posible, y etcétera. ¿Mi vida ha paseado por terrenos a veces impracticables, porque yo tenía que viajar, sin más? Pero ante todo, caigo en la conclusión de que Dios me ha llevado por esta senda y no otra… a Des Moines, Iowa, en lugar de a Eden (Wyoming), por poner un ejemplo. Por la razón que sea. Y todo está como suspendido en el aire.
Y, sin embargo, con total certeza, Rita grita en la pantalla que no quiere morir. De golpe, nada le interesa la verdad, porque la verdad a la que se enfrenta es que está malherida. Eso me recuerda al estudio aquel que leí hace años. La mayor parte de los ciudadanos británicos que se arrojaban al vacío desde lo alto de un edificio (y habían sobrevivido, claro) durante su caída, comprendían que ningún problema era lo suficientemente insalvable, que toda su vida tenía solución… excepto por el molesto detalle de que estaban a punto de morir.
Es curioso cómo funcionamos, o creemos funcionar. No queremos ocuparnos de lo que importa, es decir, lo que hay tras la muerte inevitable, hasta que es demasiado tarde.
La película termina, y Welles se marcha con su sombra y un sonido de gaviotas. Yo hago lo mismo, pero sin pájaros que me acompañen hasta el hotel. Si mañana ponen otra película interesante, entraré sin pensármelo. La ciudad está bien, tiene bastantes parques por los que pasear y un hermoso lago con patos y todo, y aquí pasaré una semana, al menos.
Tengo que llamar al recepcionista. En un rodapié he descubierto un agujero del tamaño de una moneda de un centavo. Al pasar el dedo por encima, he notado como si por ahí se escapara algo de aire.
7 de octubre
No se han detenido ni un instante: he vuelto a pasar por la puerta del cine y ya la mitad del edificio está convertida en escombros. Sin tiempo para despedirse como es debido. Otra nueva metáfora, que ya desarrollaré en otro momento. Es una pena que echen abajo algo como esto, donde se puede aprender tanto, para instalar al tío McDonald en su lugar. Paseo un poco y leo la columna de Bill Bryson del periódico, un escritor que me gusta bastante por sus libros de viajes y que nació aquí, algo de lo que no tenía ni la más remota idea. ¿Coincidencias, casualidades, o nuestro mundo en un pañuelo?
Al volver al hotel, me percato de que han cubierto el agujero, pero han hecho una pequeña chapuza, porque no está del todo cubierto.
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