Sin embargo en la actualidad, gracias a los avances de la medicina, se han mitigado todos estos problemas. La esperanza de vida se ha alargado. Muchas enfermedades que antaño provocaban la muerte prematura, hoy se curan fácilmente. Los nacimientos se pueden planificar de antemano. Y, en general, el ciclo vital del ser humano se ha visto profundamente cambiado.
Las consecuencias de tales alteraciones son múltiples. Si antes los ancianos al jubilarse morían, desde el punto de vista laboral y social, hoy nos encontramos con muchas más posibilidades.
En el mundo occidental hay personas relativamente jóvenes y capaces que optan por la prejubilación, jubilados medios, jubilados que realizan otras tareas, así como toda una gama de individuos maduros con diversos grados de incapacidad. La llamada “tercera edad” se ha ensanchado hacia arriba y hacia abajo, diversificándose no sólo en función de la edad real sino también dependiendo en buena parte del nivel social, la cultura y las relaciones que se han cultivado a lo largo de la vida. Las nuevas técnicas médicas permiten también disociar la reproducción, de la edad biológica que tienen los progenitores. La paternidad y maternidad se han desvinculado del antiguo concepto de ciclo vital.
En la aldea global existen padres sesentones que presumen todavía de tener bebés; hermanos que se llevan más de treinta años con sus hermanastros menores; individuos de ambos sexos, con o sin pareja, que deciden ser padres sin importarles para nada la edad que ya tienen; abuelas que dan a luz a sus propios nietos; bebés concebidos con el semen de su difunto padre y, en fin, millones de niños que son traídos al mundo fuera del matrimonio
. Tales tendencias de la sociedad global ponen de manifiesto, a parte del deseo de satisfacción individual y de la reivindicación de los derechos de la mujer sobre su destino, el anhelo de romper con el tiempo clásico y con el ritmo biológico del cuerpo humano que ha venido imperando hasta ahora.
La cultura de la ritmicidad biológica, de la calma y el sosiego propio de la creación original ha dado paso hoy a la cultura de la prisa o la rapidez. El hombre contemporáneo ha dejado de creer en el futuro y sólo tiene ojos para el presente.
Por eso vive con urgencia intentando disfrutar del instante mediante el exceso de consumo, las ansias por poseer o el deseo de gratificaciones inmediatas. Esto explicaría el incremento del mercado mundial de las drogas, así como el abuso y la explotación de los débiles, los niños o los indefensos.
La cultura de la urgencia se desprende pronto del lastre de los valores morales para convertirlo todo en pura mercancía, en ganancia rápida, y esto genera un poder destructivo que es capaz de acabar con el propio hombre. Pero esta cultura del narcisismo consumista que se observa en el Primer Mundo no es privativa de él, existe también en los barrios marginales del Cuarto Mundo. No son únicamente los que tienen poder adquisitivo quienes desean probarlo y experimentarlo todo, sino también aquellos muchachos de los suburbios no industrializados que buscan gratificaciones inmediatas, aunque en ello les vaya la vida, porque saben muy bien que carecen de futuro. Se trata de una forma de refugio ante los ataques de la globalización.
Todo esto conduce a que el ciudadano de la aldea global viva como si nunca tuviera que morir, como si la muerte fuera sólo una quimera irreal inventada por algún cineasta de Hollywood. Por eso se intenta disfrazar su realidad y se procura ocultar sus huellas más inmediatas. A los niños se les explica muy bien en la escuela cómo funciona el mecanismo anatómico y fisiológico de la sexualidad humana. Se les ilustra con todo lujo de detalles la llegada de los bebés a la vida. Sin embargo, nadie les comenta jamás cómo desaparecen sus abuelos de este mundo. Ése es el gran tema tabú de la globalización. La gran asignatura pendiente. No se quiere asumir la derrota que supone morir. Muchos médicos parecen preparados sólo para sanar, pero no para ayudar a morir. Ante la muerte irremediable de sus pacientes se hallan desarmados. En ciertos hospitales se llega incluso a utilizar a los enfermos terminales como conejillos de Indias para experimentar con ellos. ¡Habrá otra forma peor de negar la muerte!
La inmensa mayoría de los fallecimientos ocurren en centros hospitalarios, fuera del entorno familiar y emocional más íntimo del enfermo. El cadáver se quita rápidamente de en medio ya que ha de ser convenientemente maquillado para no “herir la sensibilidad de los espectadores”. En ciertas clínicas existe incluso un código secreto para comunicar desde los altavoces al personal sanitario, -sin que el público se entere- que en tal ascensor se está trasladando a un difunto. En el tanatorio la asepsia es total y hasta el muerto parece estar vivo. La mayoría de los cementerios cuentan ya con modernos crematorios donde el fallecido puede hacerse desaparecer por completo. Después, en cualquier caso, las cenizas podrán ser arrojadas al mar, a los cuatro vientos o guardadas disimuladamente en el interior del marco de alguna pintura evocadora. Lo que importa es borrar cuanto antes las huellas de la muerte. El luto hace ya años que dejó de estar de moda, a pesar de ser -según afirman los expertos- psicológicamente recomendable. Éste es el precio que la sociedad postmoderna está dispuesta a pagar, la negación de la muerte que le permita seguir creyendo que es eterna en su querida aldea global.
Sin embargo, tal negación de la realidad de la muerte no hace al hombre más feliz, sino que le distrae con ilusiones impidiendo que lleve una vida verdaderamente humana. Mientras se considera inmortal no tiene que planificar su existencia ya que dispone “de todo el tiempo del mundo”. Pero, lo cierto es que, sólo en esos momentos en que se reflexiona con seriedad acerca de la brevedad de la vida, es cuando se aprende de verdad a vivir.
Al vernos obligados a cuestionarnos qué es lo más importante de la duración humana, cómo vamos a enfrentar la llegada de la muerte o qué hay que sea más valioso que la propia vida, es cuando crecemos interiormente y empezamos a estar preparados para vivir y también para morir. Pero el alejamiento que se experimenta hoy de la realidad de la enfermedad o de la propia muerte, empobrece moral y espiritualmente a las criaturas. Porque la muerte continúa siendo la gran desconocida, la última prueba de nuestra fe en la vida.
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