El motor del coche ronronea, y estoy solo en el asfalto, en una larga recta, y al fondo una especie de lago en el camino se va desvaneciendo. El sol está rojo y enorme. Viajo en una bala esmeralda en el paisaje, y el Cadillac va racionando lentamente el combustible. No ceso de acordarme, conforme me precipito hacia el camino, al estar milla a milla más cerca de Nedham. Los últimos rayos del sol arrojan agujas doradas sobre la piel del brazo que balanceo por fuera del automóvil.
Estoy contento, con unas gafas de sol puestas e incrustándome en el paisaje, erosionándolo con mi paso por allí, como se erosionan las suelas de los trabajadores junto a las vías de un tren, lenta y dolorosamente y, “además, conocemos perfectamente América, estamos en casa; puedo ir a cualquier parte de América y conseguir lo que quiera, porque en todas partes es lo mismo”, y de nuevo Kerouac, el vagabundo de la calle desolación, de vaqueros desgastados y ausente, por un tiempo, del tiempo. No me gustaría ser indiferente al tiempo ni a la realidad, pero sí me gustaría desgastar mis vaqueros de tanto viajar y deslizarme por las pendientes de la vida, exprimida y llena de sentido.
A unas 60 millas de la salida, encuentro una valla, una caseta al fondo, y las primeras señales de vida en un buen rato. Dos individuos tratan de pasar desde el otro lado, dejándose los brazos en las irregularidades de la torpe reja que pretende evitar el paso a la aridez de un camino de tierra, que es lo único que se aprecia. Una valla pone “frontera”, y descubro que esta es definitivamente la frontera con Canadá. Las siluetas de esas dos personas se recortan contra el atardecer, y en cuestión de segundos entra en acción un coche patrulla que se detiene junto a ellos. Uno salta hacia mí, aprovechando mi parada por el asombro de la situación. Yo arranco y con el relinchar de las ruedas levanto una nube de polvo y confusión. Cuando abro los ojos que me pican y lagrimean, veo a los dos pobres personajes con el rostro contra el suelo, mordiendo la tierra. Estornudo con fuerza y uno de los policías de la aduana me apunta con su arma, exaltado.
Una vez en el reducido despacho de la aduana, me siento con un café y cuento por segunda vez la supuesta razón de mi viaje: turismo romántico. De ahí que haya pasado por Canadá y alquile un coche, y pase por uno de los lugares más remotos del país y…
- Entiéndalo, en el sur de Canadá hay mucho desempleo, y muchos intentan pasar como ilegales a buscar trabajo aquí… en cuanto realicemos el registro rutinario de su vehículo, podrá continuar su camino, mientras tanto…
Me tienden un papel con unas diez preguntas. Con las cinco primeras vuelvo a presentar una versión resumida de las razones para pisar suelo americano, y me vuelven a pedir el número de pasaporte, aun teniéndolo en la mano. Vuelvo al cuestionario, y empieza la fiesta:
- La sexta pregunta….
- Sí, es pura rutina, no se preocupe…
- Pero es que… ¿qué respondo a lo de “tiene pensado atentar contra el presidente”?
- Ponga lo que piense de verdad.
- Ya. ¿Y si pongo que sí, aunque no es el caso? ¿Y qué me dicen de la séptima: “es usted homosexual”? No creo que sea relevante…
- No se altere, señor, le repito que no es más que un cuestionario que todo ciudadano extranjero debe cumplimentar y firmar.
- Pero esto es absurdo
- ¿Tiene algo que temer?
- No me venga con chorradas. No pienso rellenar esta tontería… a ver: “¿Es usted terrorista?” ¡Esto es el colmo!
- No le pedimos que haga juicios sobre nuestro sistema…. Al igual que usted, tenemos que hacer los trámites necesarios…
- Y la de si soy comunista… creo que no han cambiado de cuestionario desde los sesenta.
- No abuse de nuestra paciencia, estimado visitante – el policía se levanta y me mira fijamente.
El “visitante” calla, responde que no a todo, incluso a lo de si es mi intención traficar con alimentos y chucherías del extranjero, y le lanzo el cuestionario. Me quedo con el bolígrafo, para que aprendan a no meterse con los europeos. Saludo como un militar y me largo.
Sin embargo, han ganado ellos. Con mi protesta, he perdido tiempo y han entendido que no volvería a por el coche, así que un camión lo ha llevado al lugar de donde los coches ya no vuelven. Resoplo y entiendo que no me queda más que hacer autostop, de momento hasta Bagley, la siguiente ciudad con aeropuerto.
Se hace de noche y tendré que recostarme sobre uno de los rígidos bancos de la aduana. Con todo, soy feliz, y me alegraré de lo que Dios vaya poniendo en el camino, a menudo ocre y azul marino de blancas nubes. Vuelvo a pensar en algunas de las frases de Kerouac y “entramos en la tranquilidad increíblemente complicada haciendo eses de un lado a otro”.
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