Sin embargo, ¿qué hay detrás de tal influencia y del inconfundible sabor americano? ¿debe entenderse que la gente que bebe Coca-Cola mientras se entretiene viendo la última película de Spielberg, ha renunciado a sus raíces culturales para aceptar las del pueblo norteamericano? Nada más lejos de la realidad. Lo que se da más bien es una influencia recíproca entre las diversas culturas del mundo. Es verdad que el estilo de vida estadounidense llega a casi todos los rincones de la tierra pero, a su vez, es influido por las diversas culturas que arriban y se acomodan dentro de su extenso territorio.
El joven que en cualquier país del planeta bebe el oscuro refresco de cola, calza zapatillas Nike y usa pantalones vaqueros con diseño norteamericano, a pesar de utilizar productos globalizados, no suele renunciar fácilmente a su lengua materna o a su propia cultura local, aunque se exprese correctamente en inglés o disfrute viendo películas de Hollywood. Usar determinadas marcas u objetos de consumo no implica necesariamente identificarse con la cultura o la nación que los produjo.
Las sociedades de la actual era de la información se caracterizan por la tendencia a buscar y reivindicar su propia identidad. Pues, en medio de un mundo impersonal y anónimo es imprescindible reconocerse a uno mismo, saber quién se es y ser capaz de afirmar la propia identidad. A primera vista puede resultar paradójico el hecho de que, a pesar del éxito alcanzado por las nuevas tecnologías de la información, que han contribuido a crear un mundo globalizado, el ser humano que manipula cada día tales ingenios científicos siga buscando ansiosamente su identidad primaria, el sentido de su existencia y una vida con más profundidad espiritual. Frente a la dimensión global y homogeneizadora de la vida moderna, en el fondo del alma, el hombre contemporáneo se encuentra inmerso en una búsqueda ansiosa de lo íntimo y local. Desea conocer sus raíces, el origen de sus antepasados, de sus apellidos, los emblemas y escudos heráldicos de su familia, el folklore y las tradiciones ancestrales de su pueblo, aquello que le ata a la tierra o a la patria chica de la que procede.
Surge así el deseo de regenerar y fortalecer la comunidad nacional por medio de la exaltación de la identidad cultural del pueblo, frente a todo aquello que se aprecia como un peligro o una amenaza. Este es el sentido, por lo menos en España, del resurgir de tantas romerías religiosas, procesiones de vírgenes y santos locales, así como de ritos primitivos o fiestas antiguas. Es como si la vieja lucha de clases entre obreros y empresarios capitalistas, preconizada por Marx como el motor de la historia, se hubiera convertido hoy en la pelea del individuo por defender su identidad, lengua, religión y cultura frente a la lógica unificadora de los mercados globales. La fuerza material que mueve actualmente al mundo parece ser la tensión entre globalización e identidad nacional.
Pero tales tendencias pueden explicar también el florecimiento del racismo y la xenofobia en el viejo corazón de Occidente. La crisis de identidad que se padece hoy conduce frecuentemente al deseo de ser diferentes a los demás, a distinguirse de los inmigrantes que arriban en busca de trabajo o a creerse pertenecientes a una abstracta agrupación étnica superior. El siglo XX se ha encargado de demostrar que este sentimiento constituye un peligroso caldo de cultivo capaz de nutrir los nacionalismos excluyentes. Está bien amar y respetar la cultura, la lengua y la nación propia, pero si este amor conduce al odio hacia el extranjero, se convierte inmediatamente en un sentimiento envenenado capaz de producir violencia y muerte de seres inocentes. Sin embargo, no deja de ser paradójico que después de la globalización de la economía, de la internacionalización de las instituciones políticas, del universalismo de la cultura difundida por los medios de comunicación y del ataque teórico al concepto de nación, entendido por algunos sociólogos como una invención histórica sin fundamento real, se esté asistiendo actualmente a la explosión de los nacionalismos por todo el mundo, a la vez que se debilitan los estados-nación surgidos a raiz de la Revolución francesa.
Hoy ya no es posible identificar la nación con el estado pues existen numerosos estados constituidos por varias naciones distintas. Es lo que se puso de manifiesto, por ejemplo, con el inesperado derrumbamiento de la Unión Soviética, un inmenso estado que se vino abajo por las revueltas de las naciones que lo formaban. Más de cien nacionalidades y grupos étnicos estaban dispersos por la inmensa geografía soviética, organizados en 15 repúblicas federales que, a su vez, estaban formadas por otras repúblicas autónomas y numerosas provincias. Al intentar someter por la fuerza todos estos nacionalismos a las decisiones del estado, el Partido Comunista Soviético fomentó su propia desaparición. Millones de estonios, ucranianos, letonios, lituanos, alemanes del Volga, rusos, tártaros de Crimea, chechenos, meshchers, iguches, balcanios, kalmikos y karachái fueron deportados a Siberia para reprimir sus reivindicaciones nacionalistas. Pero en vez de la extinción de tales naciones, lo que ocurrió fue un resurgir de la solidaridad étnica y de la conciencia de cada nación, frustrándose así el plan unificador del estado soviético. Uno de los estados modernos más poderoso de la tierra fue incapaz, después de 74 años, de crear la nueva identidad nacional soviética. Este es el gran peligro de la era de la globalización que amenaza a ciertos estados centralizados que se resisten a reconocer los movimientos nacionalistas que poseen en su interior.
No obstante, en la aldea global se dan también otras posibilidades en relación a las naciones y los estados. Hoy “sabemos de naciones sin estados (por ejemplo, Cataluña, el País Vasco, Escocia o Quebec),
de estados sin naciones (Singapur, Taiwan o Sudáfrica)
o de estados plurinacionales (la antigua Unión Soviética, Bélgica, España o el Reino Unido, y quizás serbios, croatas y musulmanes bosnios en una futura Bosnia-Herzegovina),
de estados uninacionales (Japón),
de naciones divididas por estados (Corea del Sur y Corea del Norte)
y de estados que comparten naciones (suecos en Suecia y Finlandia, irlandeses en Irlanda y el Reino Unido)” (Castells, 2000).
Pero hay también países como los Estados Unidos que, a pesar de estar constituidos por una mezcla heterogénea de ciudadanos procedentes de todo el mundo, poseen una fuerte identidad nacional y un elevado sentimiento patriótico. Un mismo proyecto compartido ha permitido que, en este caso, el estado se identifique con la nación a pesar de las diferencias étnicas y religiosas que puedan darse. Quizás sea el respeto a la diferencia y a la libertad de las personas el que esté en la base del éxito alcanzado en estas sociedades.
El resurgimiento nacionalista que se está dando en muchos países del mundo en torno a la lengua como expresión directa de la cultura, que es siempre un atributo mucho más importante que la etnia o el territorio, es un claro indicio de que las naciones no son “comunidades imaginadas” o entidades “inventadas allí donde no existían”, sino el resultado de una historia y una cultura común.
El cristianismo contemporáneo deberá tener presente esta realidad y ser sensible a la identidad de cada criatura y de cada pueblo para presentar el Evangelio de forma respetuosa y eficaz.
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