Es mucho más bonito que todo eso. Para empezar, por esta zona hay muchos lagos, y la hierba predomina sobre el hielo. Lo cual, por otra parte, convierte el paisaje en una gran aventura. Este es uno de los territorios más pantanosos de Canadá. Todo ante mi vista son cenagales y uno se siente de verdad amenazado, mientras viaja solo, puesto que a cada paso que se va hundiendo en el suelo, veo grandes osos blancos que se asoman entre los montículos de nieve y me observan con fijación. Intento por todos los medios no darles motivos para que piensen que yo soy la amenaza. Trato de no hacer ruido, y me muevo como un témpano deslizándose sobre el hielo. A lo lejos los charranes extienden sus alas y planean por la zona. Quizá piensan que soy uno de los osos, y vuelan relativamente bajo y cerca de donde me encuentro.
Sólo me he cruzado tres veces con guardas del parque, y han sido mi única compañía, junto con algunos insectos, las marismas y las píceas. No me extraña que casi no vengan turistas por aquí. Aunque sólo transito por caminos señalizados y accesibles, siempre hay riesgo de dar un mal paso y caer en un hoyo. Así es la vida a veces.
Me voy adentrando en la tierra canadiense, y a cada día la línea de ferrocarril se va acercando. También se va alejando la tierra blanda y peligrosa, y mis pies son más firmes, me dan confianza y no importa que se haga de noche, porque cada ocho kilómetros hay un refugio. Y hace dos noches me encierro en uno de ellos, tomo cacao hirviendo, me cambio de calcetines y doy un descanso a mis pies arrugados. Al rato, un resplandor del exterior me llama la atención. La aurora boreal. Soy un afortunado y doy gracias a Dios. Así debería ser la vida: dormir con las sábanas de la aurora y dar gracias, y sentirse pequeño, indefenso, pero feliz.
Pero no, hoy la tierra es más frágil y cruel a la vez. Dice el cuidador del refugio donde he pernoctado hace dos noches, que los osos son hoy por hoy un 15% más pequeños que dos décadas atrás. Y que ya no viven por aquí, sino que tienden a desplazarse más al norte del norte, que están dejando de existir. Por las razones que sean.
Es curioso lo sarcástica que puede resultar una aventura, y lo que se puede aprender. Precisamente el día antes de estas líneas que aquí plasmo, pensando en los osos blancos, doy un paso en falso de los que hablaba un poco más arriba, y me hundo hasta la cintura en un cenagal camuflado.
Nunca hasta entonces se había en mi vida esa sensación de presión en el pecho, de angustia, en la que cuanto más luchaba y trataba de salir por mis propios medios, más me hundía. Bajo el agua fría de Wapsuk, no suficientemente helada, hay algas, y algunos bancos de arena, como en Newport. Así en todo el fondo, menos en esa parte donde me sumergía.
Me viene entonces a la cabeza la oración de Jonás en el vientre del gran pez, cuando dice “las aguas me rodearon hasta el alma, rodeóme el abismo; el alga se enredó a mi cabeza”. Pataleando, noto una especie de tronco fuerte, al que me aferro con las dos manos. Y aunque parezca extraño, el tronco tira de mí, hasta salir a la superficie.
Cuando abro los ojos, temblando, muerto de frío, veo las copas de las píceas, despuntando en el cielo violáceo. Toso con dolor y respiro lo que puedo. Al incorporarme, doy un salto. Un oso blanco está a un metro de mí, sentado sobre sus enormes patas que son, efectivamente, como un tronco. Se relame la pata mojada que ha usado para sacarme del pozo, sacude la cabeza, bosteza y se aleja. Por un buen rato, justo hasta que llego a la siguiente choza, me olvido del frío y la humedad pegada al cuerpo.
La naturaleza es sabia porque la han dibujado así.
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