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Corrupción y crisis de la democracia

Durante la última década muchos sistemas políticos del mundo se han visto zarandeados por escándalos de corrupción o de moralidad de alguno de sus dirigentes. El sociólogo español Manuel Castells, especialista en globalización, escribe al respecto: “Con la excepción de las democracias escandinavas y unos cuantos países pequeños, no sé de ningún país de Norteamérica, América Latina, Europa Oriental y Occidental, Asia o África donde no hayan estallado en los años recientes importantes escándalos p
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 09 DE DICIEMBRE DE 2006 23:00 h

Sólo basta con echar un vistazo a la historia para convencerse de que la naturaleza humana no ha descubierto recientemente el abuso del poder. La corrupción de los dirigentes políticos y sociales es una práctica que se pierde en la noche de los tiempos. El Antiguo y el Nuevo Testamento están repletos de ejemplos que muestran cómo ciertos reyes actuaron como tiranos corruptos, humillando continuamente al pueblo que debían proteger. Precisamente para evitar tales desmanes es para lo que se inventó la democracia. Aunque ésta tampoco haya conseguido, ni mucho menos, erradicarlos por completo.

Estamos asistiendo en la actualidad a una personalización de la política. Antes, los diferentes partidos para convencer a la sociedad dependían más de sus respectivas ideologías, de sus propios programas reivindicativos, que de los dirigentes que los representaban. Hoy las cosas parecen haber cambiado. Como la competencia política es tan grande, el contraste ideológico entre las distintas formaciones ha disminuido. Todos prometen más o menos las mismas cosas y compiten por quitarles proclamas a sus rivales. Esto hace que las diferencias entre partidos sean cada vez más tenues y que la única distinción haya que buscarla en el perfil, el carácter o la idiosincrasia del candidato. Este es el problema. Muchos políticos no son precisamente personas que puedan catalogarse como moralmente intachables. Algunos llevan una doble vida que puede estar alejada de la ética aceptada por su sociedad. Otros han podido cometer errores personales en algún momento de su carrera o han caído en la aceptación de sobornos, tráfico de influencias, prevaricación, etc. Todo esto abre de par en par la puerta a los ataques de los enemigos políticos que aspiran al mismo cargo y que desean ante todo ganar votos. De manera que la personalización de la política explicaría, en parte, el incremento de los escándalos que se está produciendo en nuestros días.

Por otro lado, parece también que esta política del destape de escándalos, corrupciones e inmoralidades, viene determinada por el elevado coste económico que supone para los partidos hacerse publicidad o controlar los diferentes medios de comunicación. Es evidente que la política de la globalización ha apostado por los medios informativos. La televisión, la radio y la prensa escrita se han vuelto más importantes y poderosas que nunca, no sólo desde el punto de vista tecnológico sino también económico y político. Tales medios se han convertido en el campo de batalla donde se llevan a cabo casi todas las luchas por el poder. Ellos son quienes forman la opinión general que sustenta hoy el ciudadano medio.

Pero practicar una política de medios de información (mediática) cuesta mucho dinero. Los partidos políticos se las ven y se las desean para poder pagar publicidad, creación de imagen, marketing o encuestas que les favorezcan en los distintos medios. Y aquí surge de nuevo otro problema para la democracia. Para financiar tales gastos se recurre frecuentemente a las donaciones de empresas privadas que, a cambio, obtienen ciertos beneficios fiscales o la aprobación de leyes que favorecen sus intereses. La corrupción se filtra en el partido gobernante dando pie a toda una red oculta de intermediarios y vividores. El escándalo ya está servido. Lo más triste de esta política de escándalos es que genera una especie de círculo vicioso que atrapa a los principales partidos. Quienes culpabilizan hoy se convierten mañana también en culpables.

Todos estos comportamientos políticos conducen a lo que se ha llamado la crisis de la democracia. En la mayoría de los países de Occidente el sistema de partidos democráticos ha perdido credibilidad ante la opinión pública. Las encuestas sobre la aprobación que reciben por parte de los ciudadanos ciertos gobiernos, como los de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Canadá, Japón o Italia, muestran cómo un amplio 50% de la población consultada desaprueba o está descontenta con la gestión de sus líderes políticos. Esto no significa que las personas que viven en países democráticos ya no vayan a votar a las urnas o no les preocupe la política que se realiza en su país. Lo que ocurre es que, de alguna manera, se ha perdido la ilusión por el resultado de las votaciones ya que se detecta una incapacidad para solucionar los problemas reales de la gente. Tanto si gana un partido como si lo hace su rival, las cosas continúan más o menos igual que antes. A veces se opta por votar a una tercera formación, que posee pocas posibilidades de ser elegida, sólo para manifestar el desacuerdo o como voto de protesta hacia el sistema político general. A causa de los numerosos escándalos, el escepticismo en cuanto a la honradez y sinceridad de los políticos profesionales ha hecho mella en la población y esto contribuye a la crisis de las instituciones democráticas.

No es que la democracia vaya a desaparecer del mundo globalizado. Precisamente se trata de uno de los principales requerimientos de la mundialización. Pero lo que sí parece estar claro es que la idea de democracia política, tal como fue concebida durante los siglos XVIII, XIX y XX, se ha quedado vacía de contenido en el siglo XXI. El sistema de partidos democráticos, con su política competitiva y sus personalismos escandalosos y decadentes, se ha tornado anticuado ya que las nuevas condiciones culturales, tecnológicas e institucionales han cambiado mucho en el seno de la sociedad global. Desde luego, a parte de ciertos fanatismos religiosos procedentes sobre todo del mundo islámico, a nadie se le ocurre hoy volver a la idea de un único gobierno mundial de carácter dictatorial que no se sometiera a los deseos y a la voluntad de la sociedad en general. En líneas generales, el ciudadano occidental es perfectamente consciente de que hay que evitar a toda costa que cualquier tirano populista llegue a ocupar el espacio político, doblegando a todo el mundo por la fuerza de las armas o del terror. El hecho de que la democracia esté en crisis no significa, ni mucho menos, que haya que volver a los totalitarismos del pasado. ¿Qué hacer entonces? ¿cómo se podría recuperar de manera sabia e inteligente la democracia?

Algunos sociólogos que se han ocupado de este tema, como Castells, Giddens, Beck y otros, creen que la reconstrucción de la democracia debe partir del fortalecimiento del estado local. Las experiencias de autogestión local que se están llevando a cabo por todo el mundo, mediante la comunicación por medio de la computadora o las emisoras de radio y televisión locales, sirven para consultar a los ciudadanos y hacerles participar activamente en el gobierno de su región. Las consultas populares a través de Internent se están poniendo de moda en muchos países. Estas prácticas muestran cómo el uso de los medios electrónicos puede contribuir a crear vínculos de representación política que permitan enfrentar los retos de la globalización. Es muy probable que, si se sabe evitar adecuadamente el peligro de que este localismo pueda llegar a destruir o a fragmentar al estado-nación, el fortalecimiento de la democracia se produzca sobre todo en el ámbito local.

Pero la tecnología electrónica no sólo permite la comunicación entre el gobierno y los ciudadanos sino también entre éstos últimos. Esto abre enormes posibilidades de interacción y debate público en una especie de foro universal y autónomo capaz de evitar el control de los medios oficiales. Millones de individuos por todo el planeta podrían constituir sus propias constelaciones ideológicas o políticas al margen de cualquier estructura oficial establecida. Es obvio que esta nueva democracia electrónica no estaría exenta de peligros. La primera inquietud que surge es, ¿sería realmente democrática? ¿no podría tratarse de otra democracia como la ateniense en la que sólo podían opinar y votar los hombres libres y no los esclavos?

Desde luego, la población pobre que no tuviera acceso a la cultura o estuviera desconectada de Internet permanecería excluida de tal democracia cibernética. Además, con esta individualización de la política que se realizaría a través de la línea telefónica de cada cual, ¿no se correría el riesgo de desintegración de lo social? ¿no se estaría potenciando un mundo insolidario, muy comunicado pero poco vinculado, en el que fuera cada vez más difícil alcanzar el consenso? De cualquier manera, no parece que los actuales partidos políticos estén muy dispuestos a conceder demasiado protagonismo a los sondeos de opinión realizados mediante computadora. Y, desde luego, mientras sean ellos quienes controlen el proceso político, la participación electrónica de los ciudadanos se verá limitada sólo a eso, emitir una opinión, pero no votar al candidato o participar en referendos significativos.

Otro posible motivo señalado para la actual crisis de la democracia tradicional es el desarrollo que han experimentado en los últimos tiempos las llamadas causas humanitarias que no tienen por qué ser políticas. Se trata de las razones que vienen inspirando a movimientos internacionales como Amnistía Internacional, en el ámbito de los derechos humanos; Médicos sin Fronteras, en cuestiones de salud; Greenpeace, en la defensa del medio ambiente y otras muchas organizaciones no gubernamentales de carácter global o local que apelan a la solidaridad de la gente para llevar a cabo sus proyectos de ayuda. Las causas que defienden todos estos grupos activistas suelen gozar de una amplia aceptación universal ya que generalmente no están vinculadas a ningún partido político en concreto. Aunque la mayoría de éstos las apoyen de forma directa o indirecta.

Tan especiales formas de movilización ejercen una política no partidista que influye sobre la política formal de partidos y, en numerosas ocasiones, la condiciona poderosamente. Esta influencia contribuye a incrementar la crisis de la democracia liberal clásica ya que introduce nuevos temas sociales y nuevos procesos políticos que fomentan el surgimiento de una nueva democracia de la información. El consenso de que gozan tales organizaciones a nivel global demuestra que la gente no se ha desinteresado por completo de las cuestiones humanitarias, como en ocasiones se dice, sino que hay todavía por todo el mundo hombres y mujeres de buena voluntad que desean ser solidarios con sus hermanos más débiles.

La existencia de tal sensibilidad permite abrigar la esperanza de que, aunque se debilite la democracia basada en la lucha de los partidos políticos y en los personalismos de sus líderes, es probable que surja una nueva democracia informacional más fundamentada en la opinión mayoritaria de la sociedad global.
 

 


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