Pero es inevitable el tener que explicar aspectos como que, aunque somos testigos del Señor, no somos Testigos de Jehová; que no es lo mismo ser evangelista que evangélico, o que el ser protestante no es algo que tenga que ver con las nacionalidades, y que, por tanto, no hay que ser inglés, alemán o norteamericano para tener la salvación por fe en Cristo Jesús.
Le escribo a Vd. estas palabras desde Sevilla, desde el magnífico I Congreso Evangélico Andaluz, que está siendo, por la Gracia de Dios, un evento inimaginable; y que, también por la voluntad de nuestro Señor, está llamado a marcar un punto de inflexión en la ya larga historia del protestantismo andaluz y español. No olvide Vd. que fue precisamente en la provincia de Sevilla, en el convento/monasterio de San Isidoro del Campo, en Sancti Ponce, desde donde se produjo aquel acercamiento a las Escrituras que dio como resultado la primera Biblia traducida al español.
Pero no quiero hablarle de algo, que Vd., con toda seguridad, ya sabe.
Lo que quiero compartir con Vd., y sobre lo que le pido que reflexione un momento es sobre cómo los evangélicos de hoy en España hemos pasado, en sólo unas décadas, de ser considerados unos herejes, a ser vistos por muchos como unos fundamentalistas.
Tener como base de nuestra salvación sólo la Fe, sólo la Gracia y sólo la Escritura, nos proporcionó, hasta hace muy poco, el calificativo de herejes. Nuestra heterodoxia nos apartaba de tanto de la verdad que, en el mejor y más suave de los casos, nos llevaba a la excomunión.
Y ahora, en la España democrática, la España de la tolerancia y la permisividad, nosotros, los que seguimos fieles a la Palabra, los que aún recurrimos a la Biblia como única fuente para el conocimiento de la voluntad de Dios para la Humanidad; ahora, le digo, somos considerados unos fundamentalistas.
Verá Vd. por qué le digo todo esto.
Hace unos años, un vecino de mi pastor –después de varios meses cruzándose con él en la escalera de su edificio como con un ser extraño, cuando ya lo consideró una persona lo suficientemente normal como para intercambiar con él algo más que los buenos días-, le comentó lo siguiente: “Lo que realmente llama la atención de Vds., los evangelistas, es que quieren llevar las cosas de Dios a la vida real, a la vida cotidiana”.
El pastor, cuando me lo comentaba, no sabía si alegrarse o no por ello. Pues, aunque ese hombre había dado en el blanco de aquello que es observable de la vida de un cristiano, posiblemente, no había visto, ni siquiera intuido, la parte no visible pero sustentadora de aquel iceberg, es decir, la obra de transformación profunda que la entrada de Cristo produce en nuestras vidas. Yo le dije a mi pastor que posiblemente ya tenía la mitad del trabajo hecho con ese vecino suyo. Había sido “evangélico” delante de él, ahora toca el tiempo de ser “evangelista”, y hablarle de que esa vida real del cristiano en la que podía incardinar, no ya las cosas de Cristo, sino al propio Cristo.
Y, otra anécdota, y ésta es propia. Invité en cierta ocasión a una persona muy querida a un culto dominical en mi iglesia. Creo que le gustó, pues ha repetido desde entonces un par de veces más, ya sin ser invitada. Pero una de estas veces me dijo: Mira yo creo que vuestra forma de ver la relación con Dios es la correcta, pero es que sois muy exagerados.
Se refería a que todos cantábamos en la alabanza y muchos de nosotros nos quebrantábamos y llorábamos ante la presencia de nuestro Dios. Y eso, para la experiencia de religiosidad de esta persona querida, era una exageración.
Resumiendo, lo que quiero decirle a Vd. es que los cristianos evangélicos, los que vivimos en fidelidad a la voluntad de Dios, expresada en las Escrituras, somos el Pueblo elegido de Dios, no por méritos nuestros, sino por su infinito Amor, que nos llamó de las tinieblas a su Luz. Nos llamen como nos llamen.
Que Él le bendiga a Vd.
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