El valor adquisitivo de las diferentes monedas que hay en la tierra viene determinado por lo que ocurre en la Bolsa neoyorquina o en la japonesa. El futuro económico de millones de criaturas se fabrica hoy a escala mundial y depende de múltiples factores. No cabe duda de que tal situación contribuye a darle a nuestras vidas una fragilidad e incertidumbre como nunca antes se había sospechado. Disponemos de ejemplos suficientemente significativos. Cuando se produjo la crisis económica del Sudeste asiático, en 1997, los mercados de Tailandia, Malasia, Indonesia, Japón, China, Rusia, América Latina, Europa y Estados Unidos, se transmitieron uno a uno la enfermedad como si se tratara de un virus infeccioso.
Esto demostró que los grandes mercados son más vulnerables a la propagación de las crisis que los pequeños. Ya en aquel momento se puso de manifiesto la necesidad de un control internacional que regulara convenientemente los movimientos de capitales.
El aumento de la desigualdad social que se manifiesta por el crecimiento de la riqueza de los ricos frente a la mayor pobreza de los pobres, es también otra consecuencia negativa del nuevo sistema global. La brecha económica abierta entre el Norte y el Sur se ha agravado todavía más. Durante los años sesenta la gente que vivía en los países más ricos disponía de una renta 30 veces mayor que la de la gente de los países más pobres. Hoy esa renta es casi 90 veces mayor. Esto es así entre otras cosas porque el capital y los recursos de todo tipo tienden a desplazarse allí donde la mano de obra o los impuestos son más baratos y se puede obtener una mayor rentabilidad. La consecuencia es que aquellas regiones que no pueden competir quedan excluidas de la globalización y nadie se acuerda de ellas ni siquiera para explotarlas. Tal situación constituye una de las peores injusticias sociales del proceso globalizador que no entiende para nada de solidaridades, ni de respeto a la dignidad del ser humano.
En el África Subsahariana, por ejemplo, donde habitan más de 500 millones de personas, muchas criaturas se mueren de hambre simplemente por carecer de importancia para la lógica del sistema. No le importan al mundo de los grandes mercados internacionales, ni como productores ni como consumidores. Los últimos 25 años han visto como las economías africanas se derrumbaban dando lugar a hambrunas, epidemias, violencia, guerras civiles, éxodos masivos y caos político. El actual proceso de la economía global le niega la humanidad al pueblo africano y, de alguna manera, convierte al resto del mundo en cómplice de una insolidaridad abominable. Sin embargo, puestos a repartir responsabilidades habría que señalar también a los Estados depredadores y corruptos del propio continente africano. Gobiernos dictatoriales y violentos, como el de Mobutu en el Zaire o el de Bokassa en la República Centroafricana, tienen mucha culpa de la pobreza de sus pueblos ya que se han apropiado de buena parte de los recursos del país para ingresarlos en cuentas privadas repartidas por determinados bancos extranjeros.
Pero los procesos de exclusión social generados por la globalización no sólo afectan a los países pobres del África meridional, sino también a aquellas personas de las grandes urbes industrializadas que viven continuamente intentando no caer en el agujero negro de la miseria o en el mundo de las tareas degradadas. Hoy, millones de criaturas por todo el planeta viven entrando y saliendo del trabajo remunerado que alternan con la caridad pública o las acciones delictivas. Esta inestabilidad del trabajador conduce en numerosas ocasiones a una espiral de exclusión que afecta a toda su familia. El desempleo puede provocar crisis personales, conflictos familiares, enfermedad, drogadicción, pérdida del poder adquisitivo y de la posibilidad de volver a obtener un trabajo digno. Quien tiene la desgracia de entrar en esa dinámica de exclusión, radicalmente opuesta a la dinámica de progreso que predica el capitalismo a escala global, se convierte en una persona socialmente disminuida, en prisionero de un submundo del que es muy difícil huir a pesar de vivir en el corazón de la gran ciudad.
La economía de la globalización tiende a disminuir el poder de los trabajadores frente al del capital. Nunca antes fueron los empleados tan vulnerables como lo son hoy en día. Si bien es verdad que el trabajo continúa siendo central en el proceso de creación de valor, también lo es que el trabajador medio se ha convertido en un individuo aislado que se ve obligado por las circunstancias a escoger contratos pésimos que disminuyen su poder adquisitivo.
Los obreros muy cualificados, como ejecutivos de empresa, artistas, científicos de renombre o deportistas de élite, disfrutan cada vez más de una gran movilidad laboral y de elevados salarios. Sin embargo, el trabajo no cualificado se restringe y queda limitado por las fronteras nacionales. La movilidad del trabajo es mucho menor que la del capital. A éste, si no se le trata bien puede desplazarse a los paraísos fiscales de otros países, mientras que la inmensa mayoría de los trabajadores no pueden emigrar allí donde sus sueldos serían más altos. El capital es global pero el trabajo local. Lo lógico sería que en una economía global la mano de obra fuera también global. Sin embargo, actualmente las diversas instituciones, así como la cultura, las fronteras, la política y las actitudes xenofóbicas dificultan notablemente la movilidad del trabajo. Mientras este problema no se solucione, la polarización social o las desigualdades entre el capital y el trabajo irán aumentando dramáticamente.
La incorporación masiva de la mujer al mundo laboral en condiciones de discriminación salarial con respecto a los varones es otra de las consecuencias negativas de la globalización. Los sueldos femeninos en los Estados Unidos, por ejemplo, siguen suponiendo como media en torno al 66% de lo que reciben los hombres por el mismo trabajo. Si a esta evidente discriminación se añaden los problemas generados por la crisis de la familia tradicional, que en buena parte han sido inducidos también por la reciente independencia económica de las mujeres, resulta que los grandes perjudicados son siempre los mismos: los hijos de los padres que se divorcian y las madres que viven solas con ellos. Una de las principales consecuencias negativas de esta nueva familia cambiante es precisamente el aumento de la pobreza de las mujeres y de sus hijos.
El ascenso de la actual cultura global de la información ha hecho aparecer también nuevos rostros para el sufrimiento humano. El trabajo remunerado de los niños por todo el mundo, en condiciones de abuso y explotación, se ha visto estimulado por la globalización en contra de todas las perspectivas y convicciones históricas generadas durante el último capitalismo industrial. Según un informe de la Oficina Internacional del Trabajo, fechado en noviembre de 1996, unos 250 millones de niños entre los cinco y los catorce años trabajaban por un salario en los países en vías de desarrollo (Castells, 1999, La era de la información, Alianza Editorial). Unos 153 millones de estos niños trabajadores eran asiáticos, 80 millones africanos y 17,5 millones vivían en América Latina. Pero esto no significa que en el mundo industrializado no se dé también el empleo infantil. Muchos niños trabajan ilegalmente en talleres textiles de Manhattan, en granjas de Texas o en pequeñas industrias de comida rápida de Gran Bretaña.
El aumento de la pobreza junto a la globalización de la actividad económica obliga a muchas familias a enviar sus pequeños a realizar todo tipo de actividades de supervivencia. Éstos dejan de asistir a la escuela para contribuir a la economía familiar, mientras los padres ven en el mayor número de hijos un recurso para luchar contra la miseria. A veces se selecciona a los hermanos y se decide quiénes irán al colegio y quiénes deberán seguir trabajando para contribuir al sustento familiar. Estos niños son obreros excelentes para quienes les explotan ya que son poco conscientes de sus derechos, están indefensos, no suelen dar problemas a la empresa y aceptan sumisos las órdenes que se les dan. De ahí que, tristemente, sean idóneos como mano de obra barata para usar y tirar en el mundo de la sobreexplotación generado por el reciente capitalismo global. He aquí otra de las graves injusticias gestadas por la lógica de nuestro “civilizado” mundo actual.
Durante la mayor parte del siglo XX los sociólogos hablaban del Primer Mundo para referirse a los países ricos de Occidente que poseían un capitalismo privado. Aquellos otros que practicaban el capitalismo de estado o comunismo constituían el Segundo Mundo, mientras que las naciones que habían sido producto del colonialismo y no lograban todavía superar su situación de dependencia eran consideradas como “en vías de desarrollo” o pertenecientes al Tercer Mundo. Pues bien, a finales del siglo XX se pudo comprobar cómo desaparecía el Segundo Mundo (básicamente la Unión Soviética) junto al Tercer Mundo que perdía también todo su significado geopolítico.
No obstante, el Primer Mundo no ha conseguido quedarse solo como el único actor sobre el escenario de la globalización. Por desgracia, frente a él
se levanta con fuerza un Cuarto Mundo formado por los numerosos agujeros negros de la miseria y la exclusión social que abundan por todo el planeta y también en el seno de las ciudades del Primer Mundo.
A este Cuarto Mundo que ensombrece a la economía global pertenecen millones de criaturas que como techo tienen sólo las estrellas del firmamento, si es que las nubes de polución se las dejan ver; numerosos hombres y mujeres prostituidos, que frecuentan la cárcel, criminalizados, estigmatizados, algunos enfermos y muchos analfabetos. Estas miserias humanas son algunas de las macabras sombras que oscurecen las esperanzas depositadas en la globalización económica y constituyen un lamentable reto para el cristianismo del siglo XXI.
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