El artefacto renqueaba, peleando con las nubes grises y las turbulencias. Miré de reojo por la ventanilla y sólo vi agua… pero un poco después me concentré en mirar un poco más delante y ante nosotros se abría una enorme franja de tierra irregular, que incluso desde la altura parecía fría.
- Estamos salvados – celebré, apretando los puños sobre el asiento de copiloto.
- Todavía no has visto me aterrizar – Völker o Vürkan sudaba como un pollo, mientras bajaba dos palanquitas del cuadro de mandos. Dejó un momento de silencio entre la batalla y no tuve más remedio que dejar pasar mi alivio mirando la enorme cantidad de botoncitos y palanquitas del cuadro. Incluso tuve tiempo para preguntarme si él conocía para qué servían todos. Me miró y empezó a reírse –. Oye… es broma… aaajjaajajajajaja… - y me dio un toque en el hombro.
- Muy gracioso – silbé entre dientes.
No paró de reírse en todo el proceso de aterrizaje. Proceso complicado que él hizo, una vez descendida cierta altitud, que pareciese terriblemente fácil. Comenzó a cantar, mientras la tierra se iba agrandando hacia nosotros una especie de villancico (a mí me sonó a eso), y golpeaba con la mano en los mandos. Pulsó un botón ámbar con aire de descuido. Estaba loco, pero sabía lo que hacía.
El paisaje era precioso, salpicado de tonos marrones y verde oliva por todas partes, y en la playa flotaban, apacibles y disfrutando de su baño, dos bloques de hielo de considerable tamaño. Los escasos hogares construidos con madera y con tejados de vivos colores, daban la impresión de haberse fabricados en otro sitio, antes de colocarlos en su emplazamiento, sin planificación alguna. La avioneta dio un par de saltitos, antes de posarse sobre un campo abierto y plano, donde las montañas al fondo eran un lienzo que luego retirarían, nada más marcharnos. El sonido de la motosierra se detuvo.
Desprendidos de toda duda, saltamos del aparato. A pesar de estar en agosto, el frío era notable.
- ¿Dónde estamos?
- Tasiilaq – dijo casi instantáneamente, mientras miraba al cielo y se estiraba. Golpeó el metal de su avioneta, y antes de que me repusiera y preguntara algo del tipo: ¿Perdón?, espetó – Groenlandia. El ala… muy mal, colega señor… - y empezó a sacar una especie de saco grande, de piel de animal polar, y a montarla.
- Muy bien… así que Groenlandia… ¿no tendrán cabina por aquí? – el otro no me hacía caso, ya tenía bastante con averiguar cómo pasar allí la noche. Porque parecía dispuesto a pasar la noche metido en su especie de tienda – Sé que no es un chiste muy bueno… creo que iré hacia la playa…
- Oh… estamos a dos oeste kilómetros.
- Ya, pues será mejor que empiece a andar, antes que anochezca, ¿no crees? No me parece que en tu tienda quepamos dos – y era cierto, pero no tenía derecho a insultar su tienda, y creo que le dolió aquella afirmación mía – Lo siento…
- ¿Anochezca?
- Claro, tendré que pasar la noche en...
- ¿Noche? Aquí no hay noche en agosto. Sólo veinte minutos.
- Sí, bueno. ¿Te estás quedando conmigo?
- No bromeo – y de verdad que no lo hacía. Poco después me di cuenta de que el tío sabía más que nadie cómo orientarse y pasar la ‘noche’, a pesar de su extravagancia. No obstante, tras acordar que al día siguiente pasaría por allí a esa misma hora, nos saludamos con un movimiento vertical de brazo, y nos separamos. Tardé tres horas en llegar a la costa. Y eso que estaba cerca…
Todo esto sucedió más o menos ayer.
Lo bueno que descubro esta mañana al levantarme y bajar a un proyecto de cafetería junto a la cabaña donde he pernoctado (donde todos son termos y cazos, pero el ambiente es muy agradable), es que no soy el único extranjero. Por lo visto, la isla busca en el turismo un medio para sostener su economía.
El mundo está cambiando, me dicen esta mañana, los icebergs se descongelan en más de un metro cada año, y los cazadores de narvales se preocupan. El verano va ganando terreno a la humedad, incluso en estas latitudes, y claro, hace falta algo más que el mattaaq (grasa + piel) del narval para pasar la brevedad de julio a septiembre. Antes, me cuenta soñando el de la cafetería, con un inglés muy fuerte, que las costas eran una extraña carretera de kayaks, que flotaban sobre una mezcla de sangre y hielo. Y que los niños de los cazadores aprendían desde pequeños a usar sus jabalinas, a estudiar a los osos polares, y a adiestrar perros. Bueno, todo esto es más del norte. En el este, donde nos encontramos, la pesca de vieiras parece la mejor salida.
Ciudad, lo que se dice ciudad, sólo hay una, al otro lado de la isla. La capital: Nuuk. El 80% de los habitantes son luteranos, y hacen gala de ello. Las iglesias se construyen también con grasa y carne de foca. Hay un partido político esquimal… son cositas, nimiedades, que me han llamado la atención y me inquietan bastante.
Mientras he hablado con algún turista, y he contemplado a uno del lugar pintar su casa tras darle una capa gris oscura, como de estómago de foca, se ha hecho la hora. Se me ocurre decirle a Vürkan, o como sea, que no se moleste, que me apetece quedarme un poco rezagado, e intentar alcanzar la capital. Pero no ha hecho falta: cuando llego al punto desde el que íbamos a continuar, me encuentro con la solitaria huella del campamento tendido por el piloto. La huella se está erosionando, y me siento en el hielo. Soledad, al fin y al cabo.
Ahora soy un punto pequeño en una tierra blanca, reflectante. Me arrullo contra mis ropas. El sol me deslumbra; no obstante, mis ojos y mi piel se van acostumbrando al paisaje y la sensación de frío que me envuelve sin remedio. La línea imaginaria de la latitud ártica me atraviesa las costillas, como el rugido del silencio. Cruzo los brazos y espero, quizá al musgo enterrado bajo el blanco, bajo los zapatos hirientes de la superficie.
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