Cuando atravesamos la última cortina, pasamos junto a un puerto pesquero donde se están preparando los arpones con los que atrapar los bacalaos. Llegamos al puerto finalmente y cuando pongo los pies en tierra, todavía me siento endeble. Aunque no sé si es por el mareo del barco, o por la tierra fangosa de la orilla. La cosa es que aún soy inestable en este mundo. Ante mi una tierra de belleza y violencia a partes iguales.
He buscado al miembro de la tripulación que me contó la historia de Shackleton. Tras esa noche, no he vuelto a saber nada de él. He recorrido todo el barco, sin éxito. He pasado por sitios que no sabía que un barco contenía. Luego, sobre el suelo firme, bajo el cual sé que existe un temblor contenido, decido quedarme unos días. Me alienta el cielo tan blanco, y el verdor mire adonde mire. Espero cruzarme con algún géiser y quizá mantener alguna conversación animada.
17 de agosto
Nadie me entiende. ¿Acaso soy el único que sabe inglés por estas tierras? Resulta que el aeropuerto está cerrado hasta dentro de un mes, y nadie me ha podido dar una respuesta satisfactoria. Este es el único trozo de mi idioma que he escuchado. Claro, los islandeses son descendientes de escoceses, irlandeses y noruegos, pienso. Pero este pensamiento es un poco absurdo. He vuelto a pasar por el muelle, por si aparece el tripulante y me ayuda un poco. Pero, con todo, esta ciudad es preciosa. Poca gente, tranquilidad en el ambiente, casas de varios colores ocres y azules… Sólo en mi ciudad existe el triple de coches que en todo este país. Respiro con alivio. ¿Cómo es posible que Dios llore antes de entrar en el golfo de acceso a la capital?
Por todas partes veo carteles con el rostro de un tipo de apariencia alegre, que creo se llama Hermannsson, o Althing… no sé qué nombre hace referencia a su apellido, o a su partido político.
Para entenderme con los lugareños, empleo las manos y los gestos. Debo parecer un chalado. He probado el bacalao, y tiene un sabor muy agradable, muy rosado. He visto a un pescador abrir el gran pez en canal y darle de golpes contra una piedra muy lisa. A algunos los sumergen en una pila con agua caliente y sal muy gorda. Otros son cubiertos con una grasa muy oscura, como brea, pero de un olor mucho más fuerte. Aún no he visto ballenas por aquí.
20 de agosto
Palpitan las entrañas de esta tierra. Por fin he coincidido con un turista, y me ha dicho que quiere cruzar el mundo. Hemos visitado un géiser, y sus entrañas estallando en forma de explosión de agua, hirviendo, doliéndose. El ambiente de Islandia es frío, pero su interior es muy caliente, como una olla a presión. La explosión del géiser es espectacular, lanzando su chorro a unos 30 metros de altura. Estábamos a una distancia bastante lejana, y aun así hemos sentido las minúsculas gotitas de agua caliente empapándonos, como esas lágrimas que me han recibido.
Por lo visto, antes existían muchos más abedules de los que podemos contemplar en este momento… nadie lo sabe, pero es posible que las talas masivas de esos grandes bosques tengan que ver con la intermitencia de las violentas explosiones de los géiseres. Hermannsson (ese era el tipo sonriente) ha prometido la reserva de zonas para su reforestación. Y lo más curioso es que por aquí se fían de sus políticos. La razón de que no haya visto ballenas es que por estas fechas están hacia el otro lado del país, entre los casquetes de hielo, imagino que refrescándose. Aunque el turista está convencido de que por efecto del boicot de Greenpeace de hace dos años, las ballenas se han organizado y se han declarado en huelga. Eso tiene más sentido, y de algún modo me tranquiliza.
He resbalado con una piedra cubierta de musgo, y he aterrizado mi trasero sobre líquenes y hojas marrones. Me he reído mucho.
23 de agosto
He disfrutado mucho de la naturaleza. De verdad. El turista ya se ha ido. Nos hemos despedido con un “ya nos veremos”. Ha sido muy amable, y me ha puesto en contacto con un tipo que pilota una avioneta. Está loco: es un guardacostas que va con gorro de aviador, sandalias y una camiseta de Micky Mouse. Y hoy el termómetro marca 5º. Es un aventurero que quiere cruzar el atlántico con ella, e inmediatamente me ha obligado a acompañarle. Mañana partimos. Pero no tengo miedo, sólo inquietud. ¿Será que me dejo llevar demasiado por los acontecimientos?
De camino al albergue, esta tarde, he vuelto a resbalar. Esta vez sobre un liquen. Y he aterrizado sobre una montañita de hojas de abedul. Es todo tan bonito que no parece real. Los fresnos enormes, los eucaliptos y el agua de color de plata… todo muy escaso pero encajado a la perfección… son detalles que retrotraen al visitante a una naturaleza y condición humana que hoy por hoy no existe, porque esa visión idealizada está anclada en el tiempo deleznable.
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