El fruto preciado

El año anterior se formó un rifi-rafe tremendo porque el fruto ganador no era muy diferente de otro concursante. La zanahoria en forma de gallo que ganó no era mucho mejor que la zanahoria en forma de gallina que perdió.

Quien siempre perdía era el mendigo Bruno que como cada año, presentaba al concurso un ramillete de romero que arrancaba perezoso de la orilla del camino cuando se dirigía a la oficina del concurso. El descontento con el jurado hizo que las discusiones aumentara antes de llegar el día señalado, y provocó la sustitución de los jueces que hasta ese año habían sido los mismos.

La presión sobre los jueces era tremenda. Unos decían que lo valioso de los frutos era su tamaño, otros que su color, otros que su forma y otros que su textura. Bruno se mostraba indiferente, sabiéndose seguro perdedor ante rivales tan competitivos y beligerantes, y solo probaba suerte desde su extrema pobreza.

El nuevo jurado sabía que decidiera lo que decidiera sería duramente criticado, así que optó por darles una lección. Aquel melocotón con piel de plátano, o aquel melón con hueso gigante de albaricoque, o aquella panocha con pepitas de girasol, etc … cualquiera merecía un premio por su intenso trabajo, pero… el jurado se decantó por el ramillete de romero de Bruno.

Aquello era un insulto y una afrenta para tan dignos campesinos. Blandiendo garrotes unos y hoces otros, antes de abalanzarse sobre el jurado, los primitivos concursantes les pidieron una última explicación.

El portavoz del jurado, atemorizado pero firme les explicó antes de emprender la huída con los demás, lo siguiente: Lo valioso de vuestros frutos no es lo que son en sí, sino lo que vosotros les habéis añadido. Un ramillete de romero es como una verdad desnuda, que brinda su valor o su buen perfume a todo el que se acerca al borde del camino, pero vuestros frutos deformes son como verdades con dueño que solo favorecen a algunos, y solo conceden gloria al que pasó sus horas en el laboratorio. Así que el humilde Bruno se lleva este año el premio. Y máxime cuando lo exótico de vuestros frutos solo habla de orgullo y pendencia que os resistir a abandonar.

Estas últimas palabras las pronunció ya corriendo con los otros jueces. Pero girando la cabeza vieron que los garrotes permanecían quietos en sus manos. Nadie se adelantó a perseguirlos. Parece que la lección la aprendieron al momento.

Por supuesto que aquel concurso cambió de propósito y de nombre desde aquel día: “El fruto desconocido” empezó a llamarse al año siguiente. Eran tiempos en que el mundo no estaba conquistado del todo, y este concurso les motivó para viajar y traer a su pueblo los frutos más desconocidos de todo el mundo conocido.

Bruno pudo vivir seis meses más con la ayuda del premio y nada se supo más de él que merezca ser contado.