Interminables pasillos (parte 2)

- Este no es.
- ¿Cómo que no es? – se cruzó de brazos el San Bernardo que me ‘reconoció’ en el interior del edificio.
- Te digo que no es él. Mira la cara de inglés que tiene – al señalarme se abrió su cazadora y mostró una frase en gaélico, idioma que no conocía, pero que no necesitaba para saber lo que había tras esa sentencia: Óglaigh na hÉireann*. El personaje se puso en jarras y pensó en voz alta –. Tendremos que llevárnoslo. Ya nos ha visto las caras.
- Yo tengo muy mala memoria, se lo puedo asegurar – dije, no muy convincente.
- Tranquilo, te creemos – terminó el de la barba pelirroja, poniéndome la mano en el hombro, paternalmente.
- De acuerdo, entonces. Es obvio que todo se trata de un desgraciado malentendido – sentencié, cruzando las manos y con el tono de un buen inglés educado.
- Sólo que tenemos un problema – dijo el que me sacó de la biblioteca, asiéndome él también del hombro que tenía libre.
- Ah…
- Resulta que no podemos permitir que otros le utilicen contra nosotros, querido amigo. No quisiéramos dejarle solo por estas calles.
- Tengo un mapa…

Uno de mis interlocutores estaba a punto de zanjar la discusión, cuando de pronto nos vimos obligados a arrojarnos a tierra y cubrirnos. En otro coche otros individuos (esos debían de ser los “otros”) portaban armas de fuego y en pocos segundos dejaron el coche en el que me iban a llevar como un auténtico colador. Eso quería en un principio, ¿no? Acción, peligro, adrenalina. No sé cómo lo hice, pero antes de que los asaltantes desaparecieran del todo, aproveché el despiste de mis secuestradores para salir corriendo. Corrí. Creo que he recorrido todo Dublín llevado por mis piernas veloces. Corrí, hasta que noté el gusto del vinagre bajo mi lengua y mi corazón bombeaba ácido, como un motor preciso. Sudando, le pedí a Dios ayuda para perderme entre los interminables pasillos que formaban las calles, salpicadas de librerías y pubs, e interiores de madera. Tras cruzar Parnell Street me encontré con un parque en cuyo centro había plantada una iglesia. Miré a todas partes, y vi que había despistado a los captores. Más tranquilo, me acerqué a la iglesia, con ladrillos de chocolate, hermosos ventanales puntiagudos, y finas torres. La rodeé y con sorpresa descubrí un pequeño cementerio al otro lado. Recordé una historia que leí en un periódico, en la que un adolescente judío sobrevivió a la masacre de Babi Yar, en 1941, ocultándose en un cementerio cristiano. ¿Por qué no hacer lo mismo? La iglesia, incluso como edificio, debe brindar protección al perseguido injustamente.

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Y aquí he permanecido un buen rato, pensando, no sin cierta confusión. No sé cuánto tiempo he pasado así, sólo sé que he visto cambiar al sol de posición. Palpando la mochila, he palpado a la vez el libro de Joyce, y lo he abierto con avidez por la página 325. En el interior del grueso ejemplar se ha enmarcado con lápiz un fragmento: Al sacerdote buscó. Con él hablaría unas palabras. Con un suspiro, el libro ha vuelto a la mochila.
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Me despertó el ruido de unos pasos sobre las hojas. Un hilo de miedo recorrió los interminables pasillos de mi interior. Pero enseguida me calmé, ya que la sombra pertenecía a un párroco, que llevaba una taza humeante entre las manos.

- ¿Está bien, señor?
- Eh… sí… sí, gracias – dije, desconfiado. Después del día transcurrido, cualquiera parecía una amenaza.
- No es este un sitio muy alegre para descansar.
- No, padre, la verdad es que no.
- Tome – me alcanzó la taza y sorbí. El té caliente corrió rápido por mis músculos y me acarició. El párroco, me miraba, examinándome, pero con toda calma –. Huye. Está aquí escondido, temblando de miedo, ¿me equivoco?
- En absoluto – y me sorprendí sonriendo y casi relajado.
- El miedo no es un buen compañero de viaje. Ese libro…
- Sí, es Ulises.
- Es muy desconcertante… muy interesante, muy representativo… pero ¿dónde están mis modales? Ande, entre, estará más cómodo.
- Gracias.
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El párroco se ha ofrecido a pasar por el hotel para recoger el resto de mis cosas. Después hemos tenido una conversación realmente instructiva. Efectivamente, seguí al pie de la letra la frase del libro, hablando con él unas palabras. He referido todo lo ocurrido, en una larga confesión, y tras escuchar con interés, asintiendo mucho con la cabeza, mi interlocutor ha llamado la atención hacia el hecho de que puede que mis acciones hayan influido notablemente el curso del viaje que había pensado iniciar para descubrir algo más profundo. Sigo sin poder arrojar algo de luz sobre las notas que he recibido, o sobre el asunto del dinero; ni siquiera poseo más pistas para encontrar esa ciudad, Nedham… no obstante, he comprendido que todo pertenece a un plan del que no he visto más que pequeñas flechas apuntando al camino.

La conversación ha proseguido hasta altas horas de la madrugada. Es un hombre muy interesante, este tipo, muy amable. Quiso estudiar filosofía, pero tras leer a Kierkegaard empezó a interesarse más en serio por la teología. Me ha dado una opinión muy reveladora, si bien personal, del Ulises. Para él, es un reflejo de la falta de capacidad de creer en valores absolutos, de ahí su aire de confusión. Tras la ventana, el cielo arrojaba destellos de luz, color amatista líquido. El párroco me ha ofrecido una habitación por esta noche, y he aceptado. La idea de que he podido cambiar la historia de mi vida, y quizá la de otros que ni siquiera conozco, ha prolongado los instantes de vigilia. Pero el sueño es implacable, y me ha alcanzado, tras perseguirme por interminables pasillos.

En el desayuno, para poner en orden mis ideas, he puesto al fin por escrito los acontecimientos atropellados de estos dos días.

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* “Voluntarios irlandeses”. Así se definen generalmente los partidarios del Irish Republican Army (IRA)