El reprobado es el sistema educativo, incapaz, por las razones que se quiera, de contagiar a los estudiantes el gozo de leer, de aprender por sí mismos esa aventura que es escuchar a un autor(a) y dialogar con él/ella. Un indicador que no falla es el que muestra qué estado guarda la lectura en la etapa más alta del peregrinar escolar, no escribo educativo porque eso es otra cosa. Ya lo dijo con aguda certeza Gabriel Zaid:
“el problema del libro no está en los millones de pobres que apenas saben leer y escribir, sino en los millones de universitarios que no quieren leer… Lo cual implica (porque la lectura hace vicio, como fumar) que nunca le han dado el golpe a la lectura: que nunca han llegado a saber lo que es leer” (
Los demasiados libros, p. 52).
Lo que afirma Zaid para el caso de México (que tal vez sea extensivo a otros países de habla castellana) no es hiperbólico, es fatalmente real, los más equipados para leer, los universitarios nada más
no leen y si lo hacen mal comprenden lo leído. Estamos hablando, por supuesto en términos generales, porque en este páramo, tan o más desolado que el descrito con enorme maestría por Juan Rulfo en su cuento
Luvina, existe una minoría lectora que evita la hecatombe. Y no es porque los lectores asiduos sean superiores en cualquier sentido a quienes
no leen, es solamente porque son afortunados al retroalimentar la vida con libros y éstos con aquella.
Me entero, gracias al comentario de Sandro Cohen (“Ignorancia universitaria”,
Laberinto, 7/X), de un estudio-encuesta que hicieron Rosaura Hernández Monroy y María Emilia González publicado en la revista
Fuentes Humanísticas de la Universidad Autónoma Metropolitana. La investigación se titula “Los jóvenes y la lectura en el ámbito universitario”. A diferencia de la UNESCO, que considera como lector consuetudinario a quien lee por lo menos 20 libros al año, las autoras clasifican como lector experto a quien lee un libro mensualmente, es decir, doce volúmenes al año. En su medición nada más 12.7 por ciento resultaron lectores expertos. El resto ( 87.3 por ciento) queda como intermedio o inexperto, con cinco horas dedicadas a la lectura por semana y cinco a la quincena respectivamente.
¿Esas cifras, podrían ser de otra manera cuando el sistema educativo está orientado para ahuyentar de la lectura a los estudiantes? Entre nosotros el libro es un objeto extraño, y ejemplo de ello es la tendencia dominante que encontramos entre los profesores de primaria y secundaria -aunque en otros niveles la cuestión dista de ser halagüeña- en el sentido de que a todas luces dejaron de leer más o menos cuando se graduaron. Si a esto le sumamos que ellos y ellas que
no leen, en el sentido profundo del término sino que decodifican superficialmente unos signos impresos en papel o la pantalla, tenemos la combinación perfecta para internalizar en los estudiantes la idea de que leer es una obligación, y además aburrida. De manera inmisericorde les exigen la lectura de clásicos del siglo de oro español, de autores decimonónicos mexicanos, o de literatura griega en los por otro lado muy encomiables libros de la colección Sepan Cuantos. Ya sé que quienes de infantes o adolescentes leyeron estos libros van a criticarme y tal vez digan que cometo un sacrilegio, pero la inmensa mayoría de estudiantes sin antecedentes lectores en su familia, sin libros en sus casas ni bibliotecas escolares dignas de este nombre, se sienten torturados cuando los mandan a leer voluminosos clásicos que miran muy lejanos a la realidad que viven cotidianamente. Y si no que les pregunten.
Si a lo anterior le agregamos que una cosa es la que se dice y otra la que se hace, por parte de los profesores que lanzan peroratas y regaños a los escolares que se resisten a leer un libro que es la cima de las letras hispanas, pero que tal vez no sea el mejor recurso para iniciar en la lectura a las generaciones del
ipod, el resultado es que a la incongruencia de los docentes hay que sumarle el resentimiento de los jóvenes.
Muchos en las aulas son prolijos en elogios al
Quijote de Cervantes, pero la realidad es muy otra: “Según publicó en 2005 el diario español
El País, una encuesta realizada entre ochocientos profesores de educación básica en Murcia determinó que 93 por ciento aceptó no haber leído el
Quijote, en una edición completa. Es decir, sólo 7 por ciento afirmó haber leído íntegramente la obra cumbre de las letras españolas… Respecto del profesorado de secundaria, la encuesta reveló que más de 70 por ciento no había leído la gran novela de Cervantes, a pesar de que ellos mismos pudieran aconsejar y aun imponer a sus alumnos la lectura de dicha obra” (Juan Domingo Argüelles,
Ustedes que leen. Controversias y mandatos, equívocos y mentiras sobre el libro y la lectura, México, Editorial Oceano, 2006, p.150
Hay que conectar la lectura con la vida. Hace unos días rescaté un libro de texto que llevé en la secundaria pública. Se trata de una obra de título que evoca elegancia y vocabulario en desuso,
El galano arte de leer. Es una antología, que incluye ejercicios gramaticales, de sintaxis y prosodia. Recuerdo que sus breves selecciones me gustaron, pero hijo de una familia obrera ese gusto no tuvo el apoyo con recursos bibliográficos que un incipiente lector por gusto debió recibir. Fue al ingresar al siguiente ciclo escolar, a los quince años, cuando leí el que considero mi primer libro, el que me atrapó y abrió horizontes antes insospechados,
Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez. Entonces yo ignoraba por completo quién era ese escritor, nadie antes me lo había mencionado.
En un panorama donde los libros son objetos exóticos, excepcionales en la vida de millones de estudiantes, a quienes les interese contagiar esa pasión que es la lectura podrían complotarse para hacer emocionante, lúdica, la experiencia que con el primer libro pudieran tener esos estudiantes a los que el sistema educativo los atiborra de monsergas pero no de estímulos. El rito iniciático tiene que dejar su impronta indeleble en quienes comienzan a leer por gusto. Lo dice bien Juan Domingo Argüelles, “El primer libro puede llegar en los primeros años o puede retrasar su aparición hasta la edad de la adolescencia, o incluso arribar cuando la gente ya no es precisamente joven. Pero sea como fuere, ese primer libro decide todo lo demás. Todo lo que viene después depende absolutamente de esa lectura inicial… El primer libro nos acerca a la lectura ávida o nos aleja de ella posiblemente para siempre. Y nadie sabe, a ciencia cierta, cuál será ese libro que nos iniciará en un vicio que no se cura con nada sino que, ya apoderado de nuestro espíritu, exige una y otra vez más alimento, es decir más lectura, es decir más libros”.
Puede ser definitorio ese primer libro leído con gozo, por esto las autoridades educativas tienen que ponerse ante sí un objetivo sencillo: contagiar a los estudiantes de los niveles básicos del gusto por la lectura. Ello puede ser posible con una antología expresamente preparada para las generaciones presentes que incluya cuentos y poemas de autores contemporáneos, una selección donde la solemnidad sea excluida y su lugar lo ocupen narraciones que comuniquen e interesen a los estudiantes de carne y hueso.
Por lo pronto sugiero un título para ese hipotético material. Ya no
El galano arte de leer, tampoco el
Nuevo galano arte de leer, ¿qué les parece
Leer es chido?
chido (Palabra del habla popular, originalmente usada por los estratos más pobres, y hoy bien apropiada por la cultura juvenil mexicana. El Diccionario del español usual de México hace la siguiente definición: “Adjetivo. Que es bueno, bonito o apreciable”. Es un vocablo multiusos, lo mismo sirve para decir que una mujer es muy hermosa (“está bien chida”), que para referir lo extremadamente animada que estuvo la fiesta (“un toquín chidísimo”), o para describir una experiencia incomparable (“el viaje a la playa fue super chido”). Muchos lo consideran un vulgarismo.
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