Es verdad que hoy en nuestro país gozamos de una libertad admirable en cuanto a poder llevar y difundir la Palabra de Dios. El Evangelio de Jesucristo puede discurrir hoy tan libremente por nuestra tierra como las aguas de los arroyos en primavera. Y esto me llena de gozo, porque no siempre ha sido así. ¿Sabe? Yo, que no soy tan mayor, pude alcanzar a ver, de niño, como detenían a un familiar mío por haber atendido en casa a dos personas que portaban biblias.
Hasta bien entrada mi vida de adulto no entendí lo que le pasó a mi tita María. Unos policías sin uniforme se la habían llevado a enseñarle fotos de delincuentes para identificar a aquellos “peligrosos” evangelistas. El Señor tuvo a bien, hace un par de años, el que yo conociera a uno de aquellos dos “peligrosos” hombres.
Hoy las reglas del juego son bien otras, y las dificultades que, a mi modo de ver, entraña el servicio de Dios en España son también otras.
Le decía a Vd. que gran parte de esas dificultades, es que estos hombres y mujeres, que vienen a nuestra tierra a mostrarnos al Jesús eternamente vivo, vienen de EEUU, de Canadá, de Alemania, de Argentina, de Ecuador, de Brasil... Dejan a su familia y a sus amigos; dejan sus congregaciones, su cultura, y, también en muchos casos, su economía, su oficio y sus propiedades. Alguno de ellos, al cual conozco y quiero mucho, recuerda el haber dejado allá hasta su perrito, al que recuerda con la tristeza de no saber si lo volverá a acariciar algún día.
Son personas extirpadas de la vida a la que pertenecían. Son personas que han entendido bien esa canción que dice:
Esfuérzate y sé valiente
levántate y predica
a todas la naciones
que Cristo es la vida
Es una de esas canciones que, en muchas ocasiones, cantamos casi rutinariamente los domingos, si darnos cuenta que esas lágrimas que corren por la cara de la esposa del pastor no son sólo de gratitud por la presencia del Espíritu de Dios, sino también por lo que les ha costado de sacrificio el poder estar allí pastoreando ese día.
¿Qué por qué le cuento todo esto? Mire. La predicación de un pastor, hace unos domingos fue la más auténtica y personal que le he escuchado nunca a nadie. Desnudó su alma de tal manera que todos los presentes pudimos ver cómo de sangrante estaba por dentro. ¡Qué sensación de fracaso manifestaba el hombre! ¡Qué impotencia del choque contra nuestro muro hispano! Y ¡qué sinceridad y que humildad! Después de la predicación, que pasó llorando de principio a fin, vinieron nuestros abrazos, nuestros “no es par tanto, pastor”, nuestros “te amamos, pastor”, nuestros “trabajas tanto”, nuestros etcéteras... Y hasta el domingo que viene.
Y es que, además de tener que ser casi superhombres y de no poder permitirse ni enfermar; además de no poder faltar un domingo al culto; además de tener que disponer de la receta adecuada para cada una de nuestras fallas y de nuestros fallos; además, le digo a Vd., que deben traernos una, dos o hasta tres veces por semana, la Palabra de Dios, preparada, como para que sea recibida por todos/todas; aderezada como para llamar nuestra poca atención; y presentada con el ardor del primer día.
Además, muchos son padres o madres, o maridos, o esposas..., que deben atender a hijos e hijas, y por si fuera poco, dar ejemplo de hacerlo todo al menos tan bien como lo predican desde el púlpito. Lo dicho: unos superhombres, unas supermujeres.
Y, por si fuera poco, los españoles, que somos tan especiales. No quiero decirle a Vd. que seamos mejores ni peores, pero somos diferentes a cualquier otro pueblo, y además muy diversos. Diversos en origen cultural (andaluces, canarios, castellanos, catalanes, gallegos, ..., valencianos, vascos). No se me ofenda si Vd. no ha sido nombrado en la alfabetizada y sincopada relación anterior. Lo que quiero decir es que somos muy diversos. Y ¿qué me dice de una población como la mía, un pueblecito de Almería? Somos ya unos 70.000, de más de 110 nacionalidades diferentes, con sus lenguas, sus trasfondos culturales y religiosos. ¿Se da cuenta dónde tienen que trabajar estos hombres y mujeres que son nuestros pastores-misioneros?
¿Qué ocurre la mayoría de las veces? Pues que –y siempre en mi opinión- las organizaciones evangelísticas que los sustentan inicialmente, demandan resultados, lo cual por otra parte es lógico; pero el paso del tiempo, por un lado, y la constatación de que el corazón español, que se considera cristiano por estar bautizado, es duro y cerrado el evangelio, les lleva, como a mi pastor y a otros muchísimos, a cuestionarse su llamada al servicio de Dios.
¿Sabe? Todo este cúmulo de tensión en la vida interior del pastor-misionero, que en ocasiones percibo, le lleva a creer el tópico de “España, cementerio de pastores”. Y creo sinceramente que no es eso. Y, si en parte lo fuera, somos los propios españoles creyentes los que tenemos que contribuir a que deje de serlo, pues estamos jugando con el bien más preciado del hombre: su alma.
Hay varios factores, a mi modo de ver, que se deberían tener en cuenta:
Uno de ellos, como ya le he dicho, es la diversidad de España, en sí misma, unida a la diversidad de pueblos y culturas a quienes nuestro desarrollo económico está llamando.
Y el segundo, sin duda lo más grave, que el pueblo de España de hoy está como vacunado contra el Evangelio. El españolito medio piensa, y así lo dice, que en España ya somos cristianos desde hace siglos, que él/ella ya está bautizado desde niño, que va a la iglesia cuando el acontecimiento lo requiere, que es bueno porque no quiere hacer mal a nadie, porque es honrado en su trabajo...
El españolito de la rica España postmoderna no tiene sentido del pecado (palabra trasnochada que da hasta risa), no se siente culpable de nada, no cree que esté perdido en modo alguno, no concibe un mundo espiritual, no tiene ni siente la necesidad de la salvación; o, si la percibe de algún modo, opina que para salir adelante vale cualquier camino que le lleve a ese dios que él lleva en su cabeza o que tiene colgado sobre la cabecera de su cama.
¿Se da Vd. cuenta con lo que nuestros pastores, y nosotros mismos, debemos tratar? No es fácil, ¿verdad? Pero no es imposible, se trata primero de conocer la especificidad de nuestro carácter, y luego, en complicidad con los creyentes autóctonos, trabajar juntos por encontrar los modos y las maneras de llegar de tal manera al corazón de España, que se la devolvamos a Cristo. Quizá haya que admitir que no valgan los mismos recursos y estrategias que para otros pueblos, aunque sean pueblos hermanos y hablen nuestra lengua.
Quizá habría que ayudarles a entender, y que ayudarles a sobrellevar, a nuestros pastores-misioneros, la idea de que, en muchos casos, el Señor los trajo a nuestra tierra no sólo a trabajar por España, sino a que España trabaje en ellos, en sus propias vidas, para que ellos mismos crezcan en el Señor.
Desde esta humilde columna dominical quiero levantar, de cada lector cristiano, una oración por nuestros pastores-misioneros, a los cuales, al menos yo, no puedo pagarles de otra manera el grandioso bien de haberme llevado a los pies del Salvador.
Dios les bendiga.
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