Y qué terrible desasosiego si pasa mucho tiempo y no lo vemos salir al instante. Desasosiego que aumenta increíblemente si no llega a salir nuestra maleta y vamos viendo cómo nos quedamos solos, viendo girar una cinta transportadora, con cara de póker.
Y entonces me di cuenta de que esperaba justo al lado de una cinta, cuando no había facturado equipaje alguno. Me había dejado llevar por la marea humana, a veces susurrante. Enfrente tenía a un señor que bostezaba y me recordó a un San Bernardo. El hombre parecía ajeno al gentío creciente que se agolpaba, igual que yo. Como si hubiera pasado por los mismos pensamientos que yo, como si se hubiera dejado llevar también. Nos miramos unos instantes, y desperté, dando un ligero respingo, recolocando mi mochila y girando para reanudar la marcha. Miraba a todas partes, y a medida que me dirigía a la salida, volvía a sumergirme en los pensamientos sobre la cinta transportadora.
A unos cincuenta pasos, vi a un individuo que se portaba una constitución física parecida a la mía. Colgaba también de su espalda una mochila, del mismo lado que yo, y andaba en mi dirección, con pasos seguros, iguales a los míos, con decisión, sin dar señas de pararse o encaminarse a otra parte. Nos íbamos acercando y a la vez pareciendo cada vez más. Llevábamos similares colores en la vestimenta, y conforme nos aproximábamos, las ropas se iban pareciendo entre sí, hasta ser como primas, como hermanas mellizas, como hermanas gemelas. Había espacio de sobra alrededor para que cualquiera de los dos se desviase de su rumbo, pero ninguno nos decidíamos a dar el primer síntoma de cambio. Ya éramos prácticamente iguales, cuando de golpe nos detuvimos al unísono. Entonces hice amago de echarme a un lado, y el otro me imitó.
- No, no, pase usted… - dijimos a la par. Me extrañé más que nunca.
- No, no, pase usted… - volvimos a decir.
Ya empezaba a mosquearme, así que alcé la mano, a lo que el otro respondió con el mismo gesto. Entonces, al percatarme de que un grupo de personas se empezaba a formar alrededor, me froté los ojos y miré al otro. Y comprendí: era un espejo. Lo sé, soy un despistado incorregible. Pero con la convicción de que mis pasos no eran los míos, que no era yo quien los marcaba, que no era yo quien decidía, por mucho que me empeñara.
Paré en el hotel donde trazo estas líneas, y me dediqué a un sueño reparador, justo lo que necesitaba para dar el largo paseo hasta la primera intuición que pensaba seguir. Callejeé por Drury Street, paseando entre los innumerables pasillos, con el Castillo de Dublín al fondo. Tras algunos zig-zags paré frente a un cartel con duras letras plateadas sobre un muro de granito:
LIBRARY - LEABHARLANN
Hacía sol. Eran las 3:17 p.m. Estaba frente a las puertas del lateral de la biblioteca, en el campus del Trinity College. Dentro, si nadie lo había sacado, había seguro algún ejemplar del
Ulises, de Joyce. Volví a leer el mensaje cifrado que recibí con el dinero: DBLN, Univ. ed. rojo. U-325. La U era lo único que me creaba algunas dudas. Pero estando en la universidad, en Dublín, y haciendo hincapié en una edición de color rojo, sospeché lógicamente que podía tratarse del bueno de Joyce, y que hallaría alguna pista para encontrar la ciudad perdida de Nedham en la página 325.
Así que subí los peldaños que me introducían en la infinitesimal biblioteca, un lujo para los sentidos, un mar de volúmenes con los lomos abiertos, un aroma a encuadernación y tinta seca y áspera. Entré con el resplandor del sol fijado entre los ojos y poco a poco, como en un fundido, apareció el laberinto de estantes, ficheros, e interminables pasillos. Eran las 3:21 p.m. En el mostrador del depósito me proporcionaron la signatura: N/JOYCE-U3.25
En la estantería reposaban cuatro ediciones diferentes del libro, pero sólo una de ellas tenía el canto rojizo. Debía ser esa. Puse la mano sobre el filo de la cubierta, de tapa dura, y tiré ligeramente del volumen, grueso, crujiente y suave. Una voz sonó queda, pero audible, al otro extremo del pasillo. La voz era desconcertante, inquietante, e hizo que instintivamente tomara el libro y lo metiera en mi bolsa, rojiza de un tono parecido al vino de burdeos, que llevaba colgada de un hombro.
- Ha sido muy puntual… no esperaba menos de usted… el coche le espera fuera, señor.
Lo sé, soy un despistado incorregible. Sólo tras unos instantes larguísimos me di cuenta de quién me hablaba: el hombre del aeropuerto, que parecía un San Bernardo. Eran las 3:25 p.m.
(Continuará…)
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