La ruta era sencilla: salir del metro, vomitado de su interior de humo; recorrer la larga calle, ancha y forrada de edificios bajos de distintos ladrillos; sortear carteles de espectáculos con bombillas refulgentes; perderse, como debía ser; esquivar a las prostitutas de neón, mirar despistado a todas partes, revelando claramente su condición de extranjero, maravillado con los autobuses rojos de dos plantas; y acabar frente al muro de la dirección que mostraba el interior del libro: el interior más hondo de la bolsa. Una dirección que llevaba largo tiempo deseando descubrir.
El libro, que ocupaba un lugar privilegiado en su ranking de libros favoritos, le había descubierto años atrás una esquina. Una dirección que existió, y dejó de existir antes incluso de ese viaje esperado a Londres. El libro, bajo una capa aparente de trivialidad, como la niebla característica de la ciudad, despertó en el muchacho un inusitado interés por la literatura. Meciéndole en una correspondencia entre una guionista acorralada en su habitación y la librería de aquella calle, el libro que hablaba sobre libros le empujó a devorar el papel lleno de letras, con sus ojos, sin descanso.
Ese librito, sencillo y amable, y no muy extenso, pudo ser su primer enamoramiento. Y el primero en causarle una decepción importante. Decepción que coincidía con la de la escritora, que descubría en una de las cartas recogidas, el cierre de la librería en el número 84 de la calle. Con ese cierre concluía una correspondencia mantenida por los años y el amor por la literatura; sucedía el fin de una amistad, entre dos personas (librero especializado y ratón de biblioteca, y lectora amante de la mejor letra inglesa) que nunca se verían. No se cruzarían, no volverían a intercambiar datos eruditos. No volverían a derramar tinta el uno para el otro. Se cercaban los senderos bifurcados; se hundía Babel para siempre; bajo el mar, profundo como el cielo sobre la cabeza del chico, contagiado por ese libro.
El muchacho sabía del traslado de la librería. Era consciente de que en el número 84 de Charing Cross no estaba lo que quería ver. Pero aún así, plenamente convencido, se encaminó a la dirección, para enfrentarse con la decepción. Helen decía en una de sus cartas que el día menos pensado saldría de su habitación decadente en Nueva York, sólo para pasar por delante de la librería, sin saludar, ni entrar en ella. Sólo pasar por la puerta para comprobar que en verdad existía el local, y que se correspondía con la imagen que ella se hacía. El muchacho decidió cumplir aquella misma tarde con esa promesa de la escritora.
Mientras ascendía por la pendiente de asfalto irregular, imaginaba el exterior de la librería de los años 70. Ladrillo, macetas verdes y crujientes en su fachada, un letrero azul sobresaliendo notablemente del dintel de la puerta, con letras en blanco; el cartel sujetado por cadenas también pintadas de azul. Y cristales con huellas de dedos de niño y alguna grieta por un balonazo ocasional. Desde fuera podría verse el interior forrado de libros que parecían falsos de tan bellos. Algún señor mayor, con un jersey puesto en verano, parapetado tras la caja registradora, ojeando el Daily Mail. Clientes pocos, por supuesto, adictos todos a Henry James, a Shakespeare, a Joyce, a Virginia Wolf yt a Jane Austen, a William Makepeace Thackeray… algunos de ellos luego serían excelentes escritores años después, como Nick Hornby, por ejemplo. No era un panorama muy distinto al de otras librerías del centro. ¿Por qué esa entonces?
Y mientras ascendía por aquella pendiente, digo, se encontró de bruces con la decepción, antes de lo previsto. Tras un pequeño giro a la derecha, ocupando un lugar privilegiado, en el número 84, residía un Pizza Hut. Nuevo, antiséptico, lustroso, sonriente y, lo peor de todo, repleto de familias devoradoras de pizzas. El muchacho sintió un hilo de frío que le incitaba a trepar por la fachada y arrancar el número de la puerta. Sabía que la librería ya no existía, que su sueño era un sueño para estar despierto. Pero un Pizza Hut… no tardó mucho tiempo en girarse, dar un par de vueltas alrededor de la manzana por seguridad, y alejarse de la zona con las lágrimas a punto de salirle de las cuencas. Camino abajo, en dirección a Trafalgar Square, donde se bañaría en la fuente para desahogarse, iba hundiéndose, tragándose la decepción. No había librería, ni Helen, ni amor por la literatura. Un restaurante de comida rápida se encargó de clavarle el puñal que esperaba.
Muchas veces pensamos que las cosas deben ser como nosotros las imaginamos, y sólo vivimos para que sean así, incluso hasta la extenuación. Ese muchacho no podía descansar hasta encontrarse de lleno con la decepción auténtica, que sólo habita en la sabiduría del individuo que sólo mira hacia dentro, únicamente hacia sí mismo.
Por cierto, que aquél muchacho, en algún momento, fui yo mismo.
¿Y qué decir sobre Londres? Me despidió igual que me recibió: con una liviana niebla.
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