De alguna manera los libros leídos, sobre todo los clásicos de cada género y los que están en vías de serlo por la decantación que los singulariza frente a otras obras que son nada más de temporada, nos leen al tiempo que los leemos. No todos nos examinan de la misma forma, unos se quedan en la superficie, mientras otros se adentran en la conciencia y unos pocos nos cimbran de pies a cabeza, de cerebro a corazón y arroban el alma, dejándonos estupefactos y llenos de interrogantes. Libros que nos dan un puñetazo en el cráneo, como escribió Franz Kafka, nos examinan de tal forma que difícilmente olvidamos la sensación que nos dejaron cuando nos encontramos con sus páginas y con algunas de sus frases, las que llevamos marcadas con tinta indeleble en nuestro ser. El mismo Kafka es autor de una clase de libro así, ¿cómo olvidar el impactante inicio de su
Metamorfosis?: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto”. Tiene toda la razón George Steiner, al decir que “Quien haya leído
La metamorfosis de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta”.
De todos los libros que he leído hay uno que siempre me zarandea, me hurga, me escudriña, que me lee y muestra lo que soy y lo que puedo ser. Desde la primera vez que abrí sus páginas, en una traducción al castellano del siglo XVI, me abrió horizontes nunca antes percibidos. Me inyectó esperanza y sacó de inseguridades. Sus secciones poéticas me conmovieron por su belleza, y porque me identifiqué con los autores de los versos que reflejaban sus triunfos, fracasos, obediencias, desobediencias y agudas crisis de amor. Las historias narradas por ese libro trascienden la geografía de los lugares que cita, sobrepasa los tiempos en que sitúa los acontecimientos, hace que me identifique con los personajes que en ese libro son reflejados en toda su grandeza pero también en su desoladora miseria. Ese libro contiene, y comunica, vida a manos llenas y, cada vez que lo leo, o vienen sus líneas a mi memoria, me desafía como ninguna otra obra escrita lo ha hecho, lo hace y lo hará.
El libro al que me refiero está muy lejos de ser letra muerta, es un canto a la esperanza, una celebración de la vida y todo lo desbordante que puede ser si dejamos que sus preceptos echen raíces en nuestro corazón. La historia de su transmisión, cómo se fue formando al través de milenios, es en sí misma épica y sorprendente; bella y sin parangón en todas las generaciones de la humanidad. Ese libro es la Biblia, el que me lee dejando sus marcas aquí y allá, a veces esas marcas son de gozo inefable y a veces son ríos de lágrimas que fluyen con ímpetu desbordado.
Leer ese libro es tanto un ejercicio de deconstrucción de mi persona como una nueva oportunidad para edificarla sobre cimientos seguros. Porque en él está contenida la revelación progresiva de Dios, cuya consumación y expresión máxima es Jesús, quien es el Verbo encarnado. El poder de la Palabra fluye inevitablemente cuando la leo, y en mi interacción con ella aunque yo no lo quiera se manifiesta su alcance:
“Ciertamente la palabra de Dios es viva y poderosa, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta la médula de los huesos y juzga los pensamientos y las intenciones del corazón. Todo está al descubierto, expuesto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas” (Hebreos 4:12-13, NVI).
La lectura de la Biblia me descubre, me saca de mi escondite, me deja inerme y sin argumentos cuando pretendo exculparme por mis negligencias, por mis omisiones que buscan justificar el dejar de poner en práctica las enseñanzas de Jesús,
“Verbo (que) se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14, NVI). Su lectura me posibilita contemplar los dichos y hechos del Cristo, que me hace la misma pregunta que a hizo a sus discípulos:
“¿quién decís que soy yo?”, yo respondo desde muy adentro de mi corazón y entrañas, como Pedro,
“tú eres el Cristo el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:15-16, Reina-Valera).
Leer el desarrollo del ministerio de Jesús lleva a conclusiones vitales, por esto, otra vez, con Pedro y tantos otros y otras en la historia confieso:
“Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo” (Juan 6:68-69). La lectura como una espiral que nos lleva a conocer y creer, pero también a conocer porque creemos.
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