Hace unos meses, obligado a guardar reposo por razones médicas, por varias semanas la lectura fue mi refugio, mi oasis, para sobrellevar mejor las molestias de una recuperación física lenta y dolorosa. Aunque habitualmente leo por el placer de hacerlo, y también porque así me lo demanda mi oficio de investigador en temas de tolerancia, las implicaciones sociales de los cambios religiosos, derechos humanos y libertad religiosa, pluralidad de confesiones y laicismo; aquellos largos días fueron una invaluable oportunidad para revalorar esa sencilla y fascinante actividad que es la lectura. Por desgracia, como sabemos, los índices de lectura en México son muy bajos; al igual que en el conjunto de los países de habla castellana. Esta realidad es, al mismo tiempo, resultado y causa de la marginación en muchas otras áreas de la vida social.
Yo descubrí el placer, el arrebato, de la lectura al salir de la secundaria. En mi casa no había libros, ni ejemplos de lectores. Mi padre era obrero en la Editorial Novaro, empresa que imprimía muchas de las revistas que se expendían en los kioscos de periódicos. Cada quincena le daban un paquete de revistas, las que yo iba leyendo poco a poco en aquella época de mis estudios primarios. Recuerdo que cuando ya había agotado la docena de historietas, entre ellas
Fantomas,
Lorenzo y Pepita, dejaba para el final, porque ya no había de otra, una revista que leía semi clandestinamente:
Susi, secretos del corazón. No quería que me vieran leyendo ese manojo de historias rosas, de amor y desamor. Por supuesto que leía los libros de texto de la primaria y la secundaria, pero solamente para cumplir con las tareas escolares.
Fue el ejemplo de un grupo de amigos al ingresar en el ciclo preuniversitario, que en México llamamos bachillerato, el que de súbito me catapultó hacia un mundo inédito hasta entonces para mí, el disfrutar de los libros. Ellos tenían más tiempo de haber sido atrapados por el gusto de leer, por lo que me costaba mucho trabajo seguir sus conversaciones y referencias literarias. Fue entonces que por primera vez, y por mi iniciativa que fui a una librería, de esas que impiden el contacto con los libros, de las que tenían mostradores y empleados que solamente se dedicaban a darle a uno el libro solicitado. El caso es que a partir de entonces los libros se convirtieron para mí en un deleite y una necesidad vital. Comencé a leer a todas horas y en cualquier lugar, absorto iba recorriendo las líneas, párrafos y capítulos de los libros recién adquiridos o que me prestaban mis amigos más avezados en los temas que yo apenas empezaba a bordear. Recuerdo que viajando apretujado en el Metro de la populosa ciudad de México, fueron varias las ocasiones en las que arrobado en la lectura me pasé la estación en la que debía apearme.
Por la lectura adquirí el don de la ubicuidad, gracias a él puedo estar polemizando con San Agustín, sobre su interpretación de la Parábola del gran banquete (Lucas 14:15-24), de la cual, según él, se desprende que puede hacerse uso de la fuerza para obligar, y hasta reprimir, a quienes rechazan la correcta doctrina cristiana. Ese don me transporta de los primeros años del siglo V, a las luchas ideológicas del siglo XX y las devastaciones que dejaron tanto el fascismo como el socialismo realmente existente. Porque como ha escrito con sabiduría Carlos Monsiváis, “Gracias a la lectura, cada persona se multiplica a lo largo del día. El impulso del personaje de un relato, de una atmósfera literaria, de un poema, renueva y vigoriza las opiniones morales y políticas, vuelve por una hora un poeta o un narrador al que complementa con imaginación lo leído, ayuda a situarse ante el horizonte científico o social, vigoriza el sentido idiomático. Así sea a contracorriente de algunos textos, la lectura es el ingreso a la racionalidad, la fantasía, la grandeza de los idiomas, el donde extraer universos de la combinación de las palabras. Lo afirma Borges, que ya lo dijo todo con tal de volvernos su sistema de ecos:
No vivo para leer, leo para vivir”.
La lectura es un atisbo, una intromisión en el pasado que revive para uno el pensamiento de otros, las circunstancias que enfrentaron, sus angustias y sus euforias.
Leer nos revela, una y otra vez, la grandeza y la fragilidad humana. Es una experiencia que envuelve todo nuestro ser. Así lo dejó bien descrito el escritor mexicano Ricardo Garibay: “Leer es pasar los ojos, la voz, las orejas y el entendimiento por la escritura de alguien de mejores luces que las propias. De ahí, leer es un acto de humildad, de devoción, de reverencia. Es asomarse desde el hombro del insigne a un mundo velado hasta ese momento. Es el acto primero del hombre culto. Es primaria civilidad sobre la cual habrá de levantarse mi participación en el tiempo y el espacio que me pertenecen”.
Para mí sí existe el túnel del tiempo, es la lectura que me permite transportarme a las más distintas épocas y ponerme al lado de los más disímbolos personajes. Ya estuve en el primer siglo, siguiendo los pasos de la expansión del Evangelio, desde Jerusalén hasta Roma, tal y como es narrada en el libro neotestamentario de Los Hechos. Por una novela releída en una de las semanas de convalecencia,
El hereje, de Miguel Delibes, sufrí con los luteranos perseguidos en el siglo XVI por la Inquisición española y constaté cómo fueron cruelmente ejecutados ante el regocijo popular. Escuché casi devocionalmente las voces de trece personajes escritore(a)s, a los que entrevistó Juan Domingo Argüelles para elaborar un libro (
Historias de lecturas y lectores. Los caminos de los que sí leen, Editorial Paidós, México, 2005) sobre sus prácticas de lectura, cómo se adentraron en ella y cuáles son sus gustos literarios. Incrementé mi admiración por Juárez y los liberales que junto con él tuvieron los arrestos para confrontar en el siglo XIX mexicano el poder de la Iglesia católica, que a toda costa quiso mantener su dominio político, económico y su control confesional. De nueva cuenta estuve en Chiapas, gracias a Rosario Castellanos y sus cuentos reunidos en el libro
Ciudad real. En esas narraciones, y en su novela
Oficio de tinieblas,
nos recuerda la ominosa realidad de los pueblos indios, la enconada discriminación contra ellos y su opresión cultural y económica
. Sin moverme de la recámara en la que debí permanecer prolongadas jornadas, regresé al Caribe y observé con atención esa serie de malos entendidos que desencadenan el asesinato de Santiago Nasar en
Crónica de una muerte anunciada, del colombiano-mexicano Gabriel García Márquez. Me apasioné con la investigación de mi amigo desde la adolescencia, Carlos Mondragón, en la que reconstruye la lid de una generación de protestantes latinoamericanos y españoles que lúcidamente defendieron el derecho a tener, y diseminar, una fe que iba a contracorriente de la religión dominante. Esto queda bien plasmado en
Leudar la masa: el pensamiento social de los protestantes en América Latina, 1920-1950 (Ediciones Kairós, Buenos Aires, 2005).
Dice George Steiner que la lectura es “esa gran polémica con los muertos vivos”, y lo es porque nos habilita para seguir desde nuestro sillón favorito los razonamientos de filósofos y científicos muy distantes a nosotros en tiempo y geografía.
No tenemos que viajar a prestigiadas universidades para beneficiarnos de las lecciones de pensadores contemporáneos, nos basta con tener a nuestro alcance alguna de sus obras recientes para beneficiarnos de su investigaciones, de sus críticas y propuestas. Por la lectura, aunque sea limitadamente, se democratiza el conocimiento y es uno parte de una comunidad mucho más amplia que la de los límites donde cotidianamente nos movemos. Por esto, y muchísimos beneficios más, es bienaventurado el que lee. Es necesario impulsar una organización social donde la bienaventuranza alcance cada día a más personas.
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