Pero mientras me dirigía a obedecer lo que ya era una costumbre en mi, una pequeña luz puesta en una mesita a la entrada de la sala me llamaba la atención, ¡otro stand de Energy Control!
Ésta asociación de prevención parecía estar en todas partes con su información sobre drogas de síntesis y sus sintéticos panfletos. Allí te analizaban las drogas que llevabas para mostrarte las sustancias que contenían y los efectos nocivos que podían producir pero lo que jamás hacían era prohibírtelas o impedir que las tomaras.
Simplemente obtendrías más información y con ella llenarías tu cupo de responsabilidad antes de consumir. Quizá por esta razón jamás me acerqué a una de esas mesas, porque prefería ponerme con ignorancia y a gusto, que con conocimiento y a disgusto (como si la ignorancia impidiera sufrir las consecuencias de una bajada sin frenos).
Lo cierto es que la información jamás previene, los que prevenimos somos nosotros. En realidad el alcohol no pregunta si tienes información sobre él antes de destrozarte el hígado, tampoco las pastillas te consultan si las conoces antes de producirte una úlcera ni la cocaína avisa antes de darte un paro cardíaco.
Creo que algo parecido nos sucede con esto que llamamos pecado. Sabemos que dicen de él que es “malo” y aún así lo consumimos porque realmente no sabemos lo que lleva.
A veces, después de entrar por la puerta de nuestra propia sala encontramos un libro de tapa negra sobre nuestro escritorio y una pequeña luz que lo alumbra entre tanta oscuridad y pensamos: “¡otra vez los de Energy Control!” Pero os digo que de la misma manera que estos jamás estuvieron en una sala para aguar una de mis fiestas, tampoco la Palabra de Dios está para aguar alguna de las tuyas.
Y ahora, ¿quieres saber lo que consumes? Droga dura
Como aroma invisible entra por la nariz y como dulce miel la sentimos bajar por nuestra garganta. Se dispersa por todo nuestro ser y se establece en el corazón. Anula todo estímulo de respuesta y dice a la mente: “ya está”.
Nuestra sangre empieza a hervir y el corazón acelera su latir. De repente se activa una euforia incontrolada dominada por un deseo perdido y desencajado que pide a nuestro cuerpo una acción inmediata pero es trampa, porque mata. Nuestra boca hace esfuerzos para callar las palabras que está a punto proferir y nuestra lengua reposa esperando el momento de salir para maldecir. ¡Aguanta! ¡Resiste! Pero ya es tarde, nuestros miembros son ahora esclavos del veneno que ahora corre por nuestras venas. A penas unos segundos y ya hemos hecho aquello que no quisimos hacer y hemos hablado lo que jamás tuvimos que hablar. Ya está, hemos pecado. Hemos caído.
Una sensación de calma concede tiempo a nuestra mente para tomar conciencia de lo cometido, a veces, incluso la conciencia se retrasa y otras jamás llega. Mientras tanto, nuestro estómago parece contraerse avisándonos que ya ha llegado a nuestra puerta nuestra conocida compañera, la dueña de la frustración, la culpa.
Pero ella nunca viene sola, ¿Quién es esta ira que siempre entra con sigilo y nadie la ve pero todos la sienten? Es la que empieza a llenar nuestra mente y se prepara su arsenal para esparcirse a través de nuestras bocas y abordar a todo cuanto nos rodea. ¡Por qué nadie se da cuenta de su presencia mientras llena nuestros ojos de lágrimas y nuestro corazón de rabia!
Así es como volvemos a arrodillarnos ante el pánico y nos rendimos ante el miedo. Sustituimos el amor por el temor y poco a poco nos deshacemos en un desierto de soledad.
¿¡Pero hay alguien ahí fuera que entienda mi dolor y vea el rastro perdedor que un día dejaron mis huellas!?
Recuerda esto: tu ignorancia acerca de lo que consumes no evitará sus consecuencias en ti, porque el pecado no espera a que sepas donde te estás metiendo; él mata.
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