España intentó por todos los medios que las ideas y prácticas de las reformas luterana, calvinista y anabautista, entre otras, no llegaran a la Nueva España y por lo mismo trasladó la institución más eficaz para evitar que anidaran ideas heréticas en sus dominios: la Inquisición. El tribunal del Santo Oficio fue instaurado en Lima en 1568, en México hacia 1571 y en Cartagena de Indias en 1610. Ya en 1537 el Papa Pablo III había prohibido la entrada de los apóstatas a las Indias. Después del Concilio de Trento (1545-1563) se consolidó la Contrarreforma y se intensificó el “cordón sanitario” en torno de las nuevas posesiones españolas. Con esto se buscaba mantener al Nuevo Mundo libre de la contaminación luterana que tantos espacios había ganado en Europa, con el consiguiente debilitamiento del catolicismo romano. Uno de los objetivos de la Inquisición en España, y su contraparte en ultramar, fue evitar que la Biblia llegara al pueblo en su propia lengua.
La primera versión del Nuevo Testamento en nuestro idioma apareció en 1543 y la traducción del griego fue obra de Francisco de Enzinas, quien estudió en las universidades de Lovaina y Witennberg. Cuando se publicó el Nuevo Testamento de Enzinas (apenas dos años antes de que diera inicio el Concilio de Trento) ya hacía veintiún años que Martín Lutero había traducido dicho libro al alemán y dieciocho que William Tyndale había hecho lo propio en inglés. Las versiones italiana y francesa de Bruccioli y Pierre Olivetan, respectivamente, tenían ocho años de haber sido publicadas. De acuerdo con el estudioso Enrique Fernández y Fernández “Hoy día existen poquísimas copias de esta edición del Nuevo Testamento (de Enzinas), pues apenas sacadas a la luz, sus ejemplares fueron prohibidos, recogidos y secuestrados por las autoridades eclesiásticas y civiles”.(1)
Incluso antes de Trento la Inquisición española persiguió con bastante efectividad la proliferación de las ideas heterodoxas, que buscaban infiltrarse al país a través de los libros de autores protestantes. En 1522, en Sevilla, el Santo Oficio decomisó alrededor de 450 biblias impresas en el extranjero. Sevilla era el área más vulnerable para burlar el control ideológico por ser un centro de comercio internacional. La prohibición de libros “luteranos” de 1521 fue ampliada por el Inquisidor general Valdés en 1551. El Índice de este año contenía la censura de 16 autores, dominando en la lista los reformadores más importantes. Además se decretaron regulaciones especiales sobre impresión y circulación de biblias y libros en hebreo y árabe.
Otro decreto de 1558, reforzado al año siguiente, estrechó aún más el espacio para la difusión de las ideas perseguidas por la intolerancia inquisitorial. Henry Kamen, acucioso investigador del tema, dice que “Los libros se dividían en secciones según su lenguaje y se prohibían si caían en las siguientes categorías: todos los libros escritos por heresiarcas; todos los libros religiosos escritos por los condenados por la Inquisición; todos los libros sobre judíos y moros con tendencia anticatólica; todas las traducciones heréticas de la Biblia;
todas las traducciones de la Biblia a lenguas vernáculas, aunque
hubieran sido traducidas por católicos (énfasis mío, CMG); todos los devocionarios en lengua vernácula; todas las obras de controversias entre católicos y herejes; todos los libros sobre magia; todos los versos que utilizaran citas de las Escrituras ‘en sentido profano’; todos los libros impresos desde 1515 sin especificar el autor y el editor; todos los libros anticatólicos; todos los cuadros e imágenes irrespetuosos con la religión”.(2) El férreo control impidió que el pueblo español tuviera acceso a la Palabra en su idioma. La Contrarreforma, al cerrar la circulación de la Biblia, canceló también el desarrollo de una mentalidad abierta y capaz de adaptarse a los cambios en la reestructuración del mundo que tuvo lugar a partir de 1492.
Mientras en España, como consecuencia del temor a la que consideraban herejía luterana, hubo cerrazón y control cuidadoso de los impresos, en Alemania y otros países que se adhirieron al protestantismo tuvieron un florecimiento en la producción de libros. La imprenta fue, sin duda, aliada de Lutero y eficaz instrumento para difundir masivamente sus ideas. El reformador germano consideró que la imprenta era “un regalo divino” y el “más grande, el último don de Dios. Por su mediación… Dios desea dar a conocer la causa de la verdadera religión a toda la tierra, hasta los extremos del orbe”.(4) Incluso para los parámetros editoriales de hoy, es sorprendente que entre 1517 y 1520 se hayan vendido más de 300 mil ejemplares de una treintena de escritos de Martín Lutero. La mayor facilidad, gracias a la imprenta de tipos movibles, para producir cientos, miles de copias contribuyó a la democratización del conocimiento de la gesta luterana. Como nunca antes en la historia, un gran número de personas se enteró en poco tiempo de las razones de los disidentes para alejarse del control de Roma.
Pasemos ahora a la Nueva España. Cuando hablamos de la Inquisición en esta parte del mundo, lo que más llama la atención al público en general es la descripción de los autos de fe con los que se castigaba a los herejes. Sin hacer de lado este tema, es necesario entender otro aspecto de las tareas del Santo Oficio que a primera vista puede parecer menos escandaloso, pero que en realidad se caracterizó por su efectividad para evitar la difusión de las ideas reformistas. Nos referimos al estricto control de los inquisidores sobre el material impreso que llegaba o se producía en la Nueva España. La revisión de los libros que llegaban procedentes de España a San Juan de Ulúa, en Veracruz, era exhaustiva. Los comisarios hacían un cuidadoso inventario de las obras y las remitían a la aduana, donde los examinaban meticulosamente y se las regresaban a los dueños, siempre y cuando no estuvieran en la lista de libros censurados en España, si este era el caso los volúmenes eran confiscados. Un estudioso de la Inquisición mexicana afirma que “Cientos de documentos en el archivo de la Inquisición de la época de 1571 a 1601 atestiguan que el tribunal de la Inquisición había emprendido una vigorosa campaña para que
no entraran en Nueva España los libros sospechosos”.(4)
Alonso de Montufar, nombrado en 1554 segundo arzobispo de la Nueva España, tuvo como una de sus primeras medidas la prohibición de libros que, según su percepción, difundieran ideas erasmistas. Por otra parte, entre 1539 y 1585 se imprimieron en la Nueva España catecismos en cantidades muy importantes. Los concilios provinciales de 1565 y 1585 decretaron la prohibición de sermones, epístolas, evangelios y otras partes de la Biblia vertidos a lenguas indígenas como el náhuatl, tarasco y otras que se destinaran al use de los feligreses. Los franciscanos se opusieron a que un proyecto iniciado por ellos, la traducción de las Escrituras, fuera vetado en forma tan severa. En una consulta que tuvo lugar en 1572, para decidir acerca de los materiales a usar en la indoctrinación de los indígenas, los franciscanos Alonso de Molina y Bernardino de Sahagún fueron partidarios de estimular la traducción de la Biblia o por lo menos porciones de ella. Consideraban que así los predicadores contarían con mejores recursos para enseñar la nueva fe a los indios. Igualmente abogaron porque los convertidos pudieran leer esas traducciones y así comprender mejor la naturaleza de la doctrina cristiana. Por su parte los dominicos Domingo de la Anunciación y Juan de la Cruz mantuvieron un punto de vista opuesto y fueron muy contundentes al decir que “todos los libros, de mano o de molde, sería muy bien que les fuesen quitados a los indios”.
Uno de los catecismos franciscanos, el de Matutino Gilberti de 1559, fue escrito en purépecha e incluía la transcripción de algunos textos bíblicos, al igual que recomendaciones contra la exagerada devoción a las imágenes. La obra de Gilberti fue duramente atacada por los clérigos tradicionalistas y autoridades, por lo que
no es de extrañar que se le haya iniciado un proceso inquisitorial. No hace falta decir que el modelo finalmente impuesto fue el de vedar a los indígenas, y otros sectores de la población novohispana, el acceso a la Palabra. Hecho que nos debe llevar a reflexionar en sus consecuencias para la sociedad colonial en particular, así como sus repercusiones culturales en el proceso de construcción de la nacionalidad mexicana.
Pedro Moya de Contreras, primer Inquisidor General de la Nueva España, hizo circular el año de su llegada (1571) un edicto titulado “Contra la herética pravedad y apostasía en la gran Ciudad de Tenuchxtitlan México y su arzobispado”
. En él se refería a los libros sospechosos de criticar la fe católica en los siguientes términos: “Por ser como son, pozos públicos y fuentes perpetuas de ponzoña y raíces profundas de veneno con los herejes antiguos, especialmente los de estos tiempos, secuaces del malvado heresiarca Lutero”. Por ello ordenó que “ninguna iglesia ni monasterio, colegio ni universidad, ni persona en particular de cualquier estado, condición o preheminencia que sean, sea osado de tener ni leer ni vender ninguna de las biblias o nuevos testamentos de cualquier impresión y año que sean” y “que de aquí en adelante, ningún librero ni mercader de libros ni otra persona alguna sea osado traer a estas partes, biblias o testamentos nuevos de las susodichas impresiones depravadas o de otras que contengan algunos errores, aunque los traigan borrados en la forma que ahora se mandan borrar los errores de las biblias y testamentos nuevos”.
El comentario que hace Alejandro de Antuñano Maurer al documento del Inquisidor es certero, porque señala el daño cultural que la acción tuvo en su momento y, agrego yo, sus nefastas consecuencias hasta el día de hoy: “...el edicto de Moya de Contreras condenaba al inmovilismo intelectual a todo aquel que quisiera ensanchar su vida cultural. Al mismo tiempo, afectaba profundamente al reducido ámbito de pioneros en el comercio del libro, que se arriesgaban en una actividad incierta”.(5)
La inquisición española mantuvo la prohibición de leer la Biblia en el idioma del pueblo hasta 1782, cuando el Inquisidor Felipe Beltrán consideró que las razones para la censura “han cesado ya por la variedad de los tiempos”. La derogación hizo factible que la Biblia pudiera llegar al Nuevo Mundo, sólo hacía falta alguien que tomara la tarea. Ese alguien fue James Thomson que llegó a Buenos Aires en 1818, con el objetivo de promover las Escrituras y el sistema educativo lancasteriano. Los mismos objetivos lo llevan como enviado de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera a Chile en 1822, a Perú en 1824, a Colombia en 1825 y a México en 1827. Después de tantos años de ser literatura perseguida, clandestina, la Biblia llegaba con el apoyo de los liberales al antiguo Imperio azteca, a la Nueva España, a México-Tenochtitlan. El denodado esfuerzo distribuidor de Thomson se topó con infinidad de obstáculos, a pesar de todo sembró la Palabra y dejó ejemplares de ella en manos y conciencias de un buen número de personas.
La Contrarreforma que interceptó la Biblia nos despojó con ello de poder ejercer a plenitud una de las bases constitutivas de las sociedades tolerantes y democráticas: el libre examen de las ideas. Por si esto fuera poco, también postergó para nuestros días un problema resuelto por las sociedades que de alguna manera tuvieron reformas religiosas protestantes. Emmanuel Todd, doctor en historia por la Universidad de Cambridge, refiere que “...La alfabetización de las masas fue, desde los orígenes, uno de los objetivos fundamentales del protestantismo. Su necesidad se expresa en un silogismo puro y duro: 1) Lutero afirmó (con base en la Biblia, CMG) que todos nosotros somos sacerdotes; 2) el sacerdote en el espíritu de los hombres premodernos es el que sabe leer; 3) para ser sacerdotes todos los hombres deben saber leer. Unas después de las otras las iglesias protestantes alentaron, vigorosamente, el aprendizaje de la lectura por las poblaciones urbanas y rurales. El proceso de alfabetización en Suecia tiene la belleza de un arquetipo... Desde el siglo XVII la Iglesia luterana de Suecia, apoyada por el Estado, lanza unas campañas de alfabetización cuyo éxito global fue espectacular. En este país masivamente rural, excéntrico, frío, la mayoría aplastante de la población aprendió a leer en algunas generaciones. La tasa de alfabetización de la generación nacida entre 1680 y 1690 llegó posiblemente al 80 por ciento. En la mitad del siglo XVIII la alfabetización de masas en Suecia era un proceso terminado...”
En 1992, al cumplirse 500 años de la Conquista española y ahora, casi una decena y media de años después de aquel aniversario, se habló y se habla de la incorporación del Nuevo Mundo al mercado mundial, de las ominosas condiciones que modelaron su economía de manera injusta para la mayoría de la población. Es común escuchar que la cerrazón política heredada del régimen colonial se reprodujo en las sucesivas etapas de nuestra historia. O bien se dedican infinidad de análisis a informarnos acerca de lo glorioso que hubiera sido nuestro desarrollo si los europeos no hubieran conquistado el Continente.
Casi no tuvo ni tiene ahora cabida en estas investigaciones el papel que jugó el control de las ideas en la Nueva España, la férrea vigilancia ideológica que impidió la difusión del pensamiento ajeno al catolicismo imperante. Porque
la ausencia de la Biblia en nuestra cultura tuvo efectos específicos en la formación de la mentalidad individual y colectiva, al igual que en el modelo de organización social. Entender esto es esencial para articular un acercamiento a la historia más preciso y que por lo tanto haga justicia a las varias caras que tiene la reconstrucción del pasado.
(1) Las Biblias castellanas del exilio, Editorial Caribe, 1976, p. 33.
(2) La inquisición española, CNCA-Grijalbo, 1990, pp. 114-115.
(3) Lutero, Obras (Edición preparada por Teófanes Egido), Ediciones Sígueme, 1977, p. 11; y Jean-Francois Gilmont, “Reformas protestantes y lecturas”, en Guglielmo Cavallo y Roger Chartier, Historia de la lectura en el mundo occidental, Taurus, 2001, p. 375.
(4) Richard E. Greenleaf, La Inquisición en la Nueva España, siglo XVI, Fondo de Cultura Económica, 1981, p 199.
(5) “Los primeros intentos para controlar la circulación de libros en Nueva España”, en Libros de México, no. 3, 1986, p. 52.
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