Es cierto que los cristianos reivindican el principio del libre acceso a Las Escrituras. Pero con frecuencia tal enunciado queda relegado y el acercamiento a la Biblia es fragmentario y descontextualizado. Fragmentario porque no se hace una lectura de conjunto, panorámica, que de efectuarse contribuiría a tener una visión de las grandes enseñanzas de la Revelación. Descontextualizado ya que se margina la disciplina de investigar las condiciones históricas y culturales en las cuales tuvieron lugar originalmente los acontecimientos narrados en el Libro.
Hay una inclinación hacia una lectura espiritualista, pero no espiritual en el sentido bíblico, que desencarna y divorcia la ética propia de los seguidore(a)s de Jesús, y la reemplaza por actos rituales que reducen la noción de alabanza a Dios a meros actos verbales acompañados de música.
La democratización de la lectura de la Palabra, ponerla en las manos de un siempre creciente número de personas, tiene que ser una aspiración, y practica, de las iglesias cristianas que confían en el poder de Las Escrituras. Lectores sencillos, con poca escolaridad, han entendido que la Biblia conduce a quien afirmó ser “el camino la verdad y la vida” (Juan 14:6). Al respecto comparto una experiencia personal. Hasta hace poco más de una década, mi ámbito de enseñanza/aprendizaje en la fe estuvo compuesto por medios urbanos y con educación universitaria. Súbitamente, yo amante de los círculos librescos de la ciudad de México, me vi engarzado en una realidad completamente distinta: la de los indígenas evangélicos de Chiapas, tzotziles, tzeltales, choles y tojolabales. Para mí fue revelador adentrarme en la vida cotidiana de creyentes que en medio de mucha hostilidad practicaban lo aprendido en la Biblia. Lo hacían de tal manera que uno se quedaba con la impresión de estar atestiguando en los finales del siglo XX lo vivido por los creyentes de las comunidades neotestamentarias.
Constatar la ejemplar dedicación de los cristianos evangélicos indígenas por aprender a leer, para por sí mismos comprender la Palabra de Dios (término que más usan para referirse a la Biblia), me enriqueció y dio un nuevo sentido de responsabilidad en mi acercamiento al estudio de Las Escrituras. Me ampliaron el horizonte, y aquilaté mucho mejor el poder tener a mi disposición tantas traducciones en castellano de la Biblia, así como un gran caudal de herramientas para su comprensión (diccionarios, concordancias, comentarios, geografías, etcétera).
Pero a la democratización de la Biblia debe acompañarle una práctica pedagógica que ayude a sus nuevos lectores, como en el caso del etíope eunuco, a entender el sentido salvífico, y sus derivaciones éticas, de la Revelación. Porque no es automático que un grupo de cristianos, por el hecho de serlo, interprete siempre correctamente lo prescrito en la Palabra. El Nuevo Testamento muestra que las iglesias tuvieron problemas en la interpretación tanto de lo que para nosotros es el Antiguo Testamento, como de los escritos que estaban circulando y que llegaron a formar el canon neotestamentario. Si entonces hubo esa confusión, en comunidades muy cercanas en tiempo, cultura y geografía a los hechos narrados; entonces el mal entendimiento de Las Escrituras en comunidades de creyentes hoy es siempre una posibilidad latente y, frecuentemente, manifiesta.
En la segunda carta del apóstol Pedro, capítulo 3, versículos 15 al 18, se previene a los receptores de hacer malas lecturas, y por ende incurrir en prácticas erróneas de la fe. De acuerdo al pasaje, hay partes de Las Escrituras que son “difíciles de entender”, las que son torcidas por “los indoctos e inconstantes”. El mejor antídoto para las interpretaciones retorcidas (rebuscadas y en exceso imaginativas y alegóricas), es una comunidad bien avezada en la Palabra. De ahí el papel de clave de quienes tienen a su cargo el ministerio de la enseñanza en las congregaciones, de los encargados en explicar el sentido de lo leído. Siempre hay que seguir el ejemplo de Felipe, y preguntar constantemente “¿entiendes lo que lees?”
La tarea interpretativa y docente de Las Escrituras tiene que llevar a quienes tienen este ministerio a equipar al conjunto de creyentes en el que se sirve. Es decir, explicar para que la espiral hermenéutica se reproduzca constantemente en otras personas, que a su vez le explican a otras y así sucesivamente. Porque en la comunidad cristiana todos y todas son “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios”. En este concepto no caben las castas privilegiadas, ni el verticalismo que mantiene en la dependencia interpretativa a los otros creyentes. Las claves secretas hermenéuticas, que sólo unos pocos son capaces de poseer y entender, son contrarias a la enseñanza bíblica porque van contra el espíritu de la Revelación, que es manifestar la voluntad de Dios para su pueblo.
Entender lo que leemos se completa con poner en práctica lo entendido. Así pasó con el etíope al que Felipe le ayudó a comprender el sentido de lo escrito por el profeta Isaías. Después cada quien siguió su camino, pero con la misma convicción de que ensanchar el entendimiento de la lectura bíblica es cuestión que atañe a todos los discípulo(a)s de Jesús.
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