“Nunca podrá equivocarse quien dé al niño mucho amor y besos, intercalados con disciplina.” Ian Marshall
Los padres quieren a sus hijos, y mucho. Pero no todos los hijos se sienten queridos. La forma en que aplicamos la corrección a nuestros hijos puede obrar provocando distancia entre ellos y nosotros, ó, por el contrario, fomentando la cercanía. Una disciplina aplicada con amor, producirá amor. La corrección administrada con respeto, infundirá respeto.
Nuestro hijo puede sentirse “castigado” ó “educado”, según la forma en que se le disciplina.
Es fundamental que antes de disciplinarle expliquemos a nuestro hijo por qué lo hacemos y le digamos claramente que, aplicar disciplina, nos duele a nosotros tanto ó más que a él.
Si el hijo entiende que la corrección es aplicada por su bien, le dolerá, porque eso es inevitable, pero a la larga razonará que lo hicimos, no por enojo, sino por amor. La Biblia lo dice claramente:
“Ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados.” (Hebreos 12:11)
LA TRANSFERENCIA DE LA IRA
El problema viene cuando aplicamos la corrección en un momento de ira o frustración. En la sociedad actual funciona lamentablemente bien lo que se da en llamar “transferencia de ira”: En el trabajo, el jefe de sección recibe una tremenda reprimenda del director general, a continuación el jefe reprendido descarga su ira en el empleado, este, a su vez, llega a casa y revierte la frustración y la ira en su esposa, la esposa lo hará en el hijo y el niño, no teniendo ningún inferior más inmediato dará una patada al perro, el perro descargará su enfado en el gato… y así sucesivamente.
Pero lo opuesto también funciona; podemos proponernos no transferir ira, sino alegría.
Una sonrisa hace florecer cientos de sonrisas.
De cualquier modo, nunca deberíamos corregir ni disciplinar impulsados por condicionantes de frustración. Uno de los grandes riesgos de educar bajo la influencia de nuestro estado de ánimo es que no seremos coherentes al calibrar los hechos ocurridos y las consecuencias que estos deben tener. De ese modo se incurre en desequilibrios y posiblemente en injusticias. Ya hemos dicho que los niños han de tener referentes y límites estables. Las reacciones del padre/madre deben responder siempre dentro de una misma línea ante los mismos hechos. Nuestro estado de ánimo ha de influir lo menos posible en la importancia que se da a los hechos. Si hoy está mal rayar la pared, mañana, también.
La disciplina es el plato más amargo de la cocina de la educación y también el más difícil de preparar; sin embargo resulta extraordinariamente nutritivo. Todos los padres queremos tener hijos bellos; recordemos la máxima de Safo de Lebos
“Lo que es bello es bueno, y lo que es bueno, no tardará en ser bello.” Luchemos para que nuestro hijo alcance la belleza de la bondad.
CUANDO EL NIÑO/A QUIERE MEJORAR
Pero después de administrar la disciplina debemos recordarle que él sigue siendo nuestro hijo/a a quien amamos con todo el corazón; y ese es un momento adecuado para reforzar sus puntos positivos. Alguien opinó sabiamente que por cada cosa negativa que le digamos a alguno de nuestros hijos, deberíamos decirle tres positivas en el mismo día.
De manera especial, si percibimos en ellos un deseo de superarse y portarse bien, es importante reforzar esa actitud con nuestra aprobación y elogio. Cuando nuestros hijos intentan algún cambio no siempre lo logran a la primera. Pero las cosas mejoran si siente que su esfuerzo es valorado por los demás, aunque el resultado no sea todavía el esperado definitivamente. Si aguardamos a que todo esté bien para decirle a un hijo que se nota que está haciendo un esfuerzo, casi nunca llegará ese momento. Pero si nos adelantamos y somos capaces de decir que estamos viendo su buena intención y que las cosas van algo mejor, animamos al que está intentando cambiar a seguir luchando por ello.
Pensemos que lo que le sale mal no es por fastidiarnos, sino porque está en proceso de aprendizaje. Al niño, como al adulto, le encanta tener éxito y que se lo reconozcan.
La falta de interés les entristece mucho.
"Mis padres no me entienden. Ayer, llegué todo contento a casa porque me había salido muy bien el examen, y no me hicieron ni caso; seguramente tendrían cosas más importantes de las que preocuparse que de mí".
El sentido crítico y la característica sagacidad infantil hacen en estos casos un efecto arrollador en la descripción de esas situaciones.
"El otro día, que quise hacer algo bien y me puse a poner la mesa, se me cayó un vaso y se rompió. Y fue porque me había empujado mi hermano. Y llegó mi padre en ese momento y, sin preguntar más, me dio un tortazo. Encima… Eso me pasa por querer ayudar. Y mi hermano, que no hace nada, ¿qué...? Se ve que lo mejor en casa es pasar desapercibido y desaparecer cuanto antes, y no hacer nada, ni bueno ni malo."
A veces me he preguntado: ¿Por qué cuesta tanto dar ese ánimo al adolescente que está intentando colaborar algo más en las tareas de casa, ó al marido a la mujer, si están intentando algún cambio?
Si el niño se siente frecuentemente reprendido y casi nunca ve reconocidos o recompensados sus actos meritorios -aunque a los padres les parezcan insignificantes comparados con los dignos de castigo-, ante esa insensibilidad de los padres, van desapareciendo en él los deseos de hacer cualquier cosa positiva.
Por otro lado, no conviene ser falsos en nuestras expresiones hacia los hijos. Los adolescentes son especialmente sensibles a la valoración en falso, y necesitan que se sea sincero con ellos. Pero el esfuerzo siempre puede ser señalado, aunque no el resultado, mientras no se haya conseguido. Por ejemplo, se puede decir a una hija “se nota que te estás esforzando por mantener la habitación más ordenada”. Pero si todavía no está bien ordenada no le podemos decir “que ordenada has dejado la habitación”
En definitiva, podemos ayudar a nuestros hijos –y también al resto de la familia- a mejorar, si valoramos su esfuerzo y sus intentos, y se lo decimos.
Ya dijimos anteriormente que las palabras tienen el don de perdurar largamente en la memoria. Y lo peor es que, las palabras hirientes, algunos niños las resucitan más tarde para esgrimirlas como armas contra sí mismos. Pero del mismo modo las palabras amables y de elogio resultan sanadoras y son una fuente de motivación para el futuro.
“Ciertamente ningún castigo es agradable en el momento de recibirlo, sino que duele; pero si uno aprende la lección, obtiene la paz como premio merecido.”
Hebreos 12:11 (DHH)
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