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El legado de `Azusa Street´

Existen variadas motivaciones para celebrar los aniversarios. En la historia del cristianismo hay fechas que se conmemoran por su impacto en el conjunto del pueblo de Dios, o de una parte significativa del mismo. En algunas ocasiones el ánimo de celebración está motivado por la nostalgia; otras veces por la inercia de la costumbre y/o por el gusto de sumarse a una festividad que se conoce parcialmente.
KAIRóS Y CRONOS AUTOR Carlos Martínez García 25 DE MARZO DE 2006 23:00 h

Desde la perspectiva bíblica, particularmente neotestamentaria, debemos aquilatar y sacar lección de las batallas que en defensa de la fe dieron quienes nos antecedieron en el Camino. Porque como dice Hebreos 12:1, “estamos rodeados de una multitud tan grande de testigos” (NVI), comprendida originalmente por los mencionados en el capítulo 11 del libro citado, pero que se puede hacer extensiva, la multitud, a todo(a)s aquellos que a lo largo de los siglos contendieron “ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 1:3, RV). Su peregrinaje, sus luchas, sus descubrimientos y sus desobediencias en el camino de Jesús, nos son útiles para nuestro propio andar, nos ayudan a comprender mejor lo que significa ser discípulo(a). Es por esto que ciertas fechas son oportunidad para celebrar y reflexionar, para cribar lo que de bueno hemos recibido mediante la fidelidad al Señor por quienes contra toda esperanza perseveraron, se despojaron del lastre que les estorbaba y fijaron sus ojos en Jesús, “el iniciador y perfeccionador de nuestra fe” (Hebreos 12:2, NVI).

Con lo anterior en la mente y el corazón, comparto con los lectores de este espacio lo que considero el legado de lo sucedido hace cien años en la Apostolic Faith Mission de Azusa Street, en Los Ángeles, California. Antes debo decir que aquí hago un apretado resumen de lo que describo más ampliamente en un libro de mi autoría, y que se encuentra a punto de entrar a la imprenta, titulado Azusa Street: cuna del pentecostalismo del siglo XX. Aunque en el escrito mencionado se detallan los antecedentes que concurrieron para que un pequeño grupo reunido en una casa de Los Ángeles (situada en el 214 –hoy es el 216- de North Bonnie Brae Street) se convirtiera en el centro de la atención pública, aquí solamente menciono que la congregación casera liderada por el pastor afroamericano William J. Seymour debió buscar una nueva locación, porque el lugar anterior ya era insuficiente para dar cabida a los que llegaban para ver por sí mismos en qué consistía el bautismo del Espíritu Santo y la evidencia resultante que era hablar en lenguas. Existe abundante literatura teológica acerca de la validez o no de este hecho, no voy a profundizar en este tema sino que nada más dejo constancia de que hace un siglo en Los Ángeles reapareció con inusitada fuerza una práctica que por varios siglos permaneció apagada o casi imperceptible en el cristianismo. Nos referimos a las manifestaciones de corte pentecostal.

En abril de 1906 el grupo de Seymour renta un templo abandonado, propiedad de la First African Methodist Episcopal Church, el día 15 de ese mes (domingo de Resurrección) inician las reuniones y dos días después asiste un reportero de Los Angeles Daily Times. En la edición del diario del 18 se publica la noticia de que una nueva secta ha llegado a Los Ángeles, se describe con cierto detalle lo que a ojos del periodista eran manifestaciones religiosas extravagantes. La publicación de esta nota, y semejantes en otros diarios, junto con la rápida información que corrió de boca en boca entre los integrantes de distintas iglesias evangélicas en la ciudad, resultó en la asistencia masiva de personas, que a su vez atrajeron continuamente a más congregantes.

Además de las expresiones extáticas, a las que a veces se quiere reducir lo acontecido en la calle de Azusa número 312, lo que resaltaron la prensa y los testigos presenciales fue que en el lugar se daban cita toda clase de personas. Ahí alababan juntos al Señor americanos rubios y negros, rusos, chinos, mexicanos y de muchas otras nacionalidades. Podríamos seguir narrando el desarrollo de los cultos y la teología implícita de los mismos, cuestión que han hecho minuciosamente varios historiadores pentecostales (entre ellos destaca Cecil M. Roebeck Jr., con su recientísimo Azusa Street, Mission and Revival. The Birth of the Global Pentecostal Movement, Thomas Nelson Publishers, 2006), pero optamos por destacar lo que consideramos el legado del movimiento para nosotros hoy.

La irrupción del Espíritu Santo en la vida del cristiano, para William Seymour, tiene repercusiones sociales. Quien piense que los reunidos en Azusa Street se la pasaban en raptos espirituales está completamente equivocado. Seymour era hijo de esclavos y supo por experiencia propia los alcances de ese pecado que es el racismo, incluso practicado por líderes cristianos que anteponían sus prejuicios racistas en la lectura de la Biblia y, con ello, justificaban el dominio blanco y protestante. El predicador negro, y quienes le siguieron en el viejo edificio de Azusa, creyeron en que el Espíritu Santo los capacitaba para romper las barreras del racismo, y que en la comunidad de creyentes debía reinar la integración y aceptación de todo(s) los colores y nacionalidades. Porque como escribió Frank Bartleman, presente en Azusa y primer historiador de lo allí sucedido, “la división del color fue borrada por la sangre de Cristo”. La lid de Martin Luther King tiene antecedentes en la espiritualidad de William Seymour y su integracionismo práctico, fruto de su sencilla lectura de la Palabra. Lo que más escandalizó a periodistas y a varios líderes protestantes blancos fue constatar que hombres y mujeres, blancos y negros convivieran juntos, se abrazaran unos a otros y se saludaran con un beso.

Otro principio que vivieron en sus relaciones los creyentes de Azusa fue el descubrimiento de que hombres y mujeres eran iguales en el pueblo de Dios
. Entendieron que eso era lo normativo en la Biblia y lo pusieron en práctica. La dirección del culto, el aconsejamiento a nuevos creyentes, la predicación, las tareas pastorales y otras actividades de la Apostolic Faith Mission las desarrollaron tanto varones como mujeres. En la fotografía donde aparece el grupo de liderazgo de Azusa, tomada entre junio y agosto de 1906, de un total de once personas seis son mujeres, de ellas cuatro anglosajonas y dos afroamericanas. En Azusa proclamaban la libertad de todo(a)s para trabajar en la obra del Señor. Uno de los textos favoritos de Seymour fue Lucas 4:18-19, en el que se habla del ministerio liberador del Mesías, que Jesús leyó en la sinagoga de Nazaret y se lo atribuyó a sí mismo. La total apertura a la participación y liderazgo de las mujeres era, para ellos, una evidencia más de la irrupción del Espíritu Santo en sus vidas, el Espíritu de Pentecostés al que se refiere Hechos 2. Bien lo escribe Cecil M. Roebeck, esos “pentecostales justificaron su posición basados extensamente en su entendimiento de la promesa de Joel (Joel 2:28-32). Los protestantes llegaron a similar conclusión principalmente después de haber sido sujetos de la critica de las feministas seculares”.

Al partir de la enseñanza de la igualdad en la comunidad de creyentes, en el real sacerdocio de hombres y mujeres de cualquier trasfondo étnico, educativo, económico y cultural, relegaron el clericalismo y la organización eclesiástica vertical. El ya mencionado Frank Bartleman, en su How Pentecost Came to Los Angeles (la primera edición es de 1925), simple y sencillamente resume el igualitarismo de Azusa con pocas palabras “No teníamos respeto por las personas”, es decir, no consideraban ciertas marcas de prestigio personal como sinónimo de darle un trato preferencial a alguien. Bartleman nos da más elementos de la horizontalidad en Azusa: “El hermano Seymour era reconocido como el líder nominal a cargo. Pero no teníamos Papa ni jerarquía. Éramos hermanos. No teníamos un programa humano. El Señor mismo nos guiaba. No teníamos clase sacerdotal… Al principio ni siquiera teníamos plataforma o púlpito. Todos estábamos a ras de piso. Los ministros eran siervos, de acuerdo al verdadero sentido de la Palabra… Ahí fuimos liberados del jerarquismo eclesial y de sus abusos”. Como parte de la Cena del Señor, al igual que los anabautistas en el siglo XVI y otros antes que éstos, se lavaban los pies unos a otros como signo de disposición a servirse mutuamente.

Al igual que otros grupos que en la historia del cristianismo han enfatizado que la Iglesia es una comunidad de creyentes, que para pertenecer a ella es necesaria la conversión personal, los anarquistas de Azusa Street (y uso el término anarquismo en el sentido que le da Jaques Ellul en su libro Anarchie et Christiianisme, es decir como un no a la dominación y lejos del sentido popular que lo tiene como sinónimo de desorden) fueron literalmente por todo el mundo anunciando el Evangelio y la irrupción del Pentecostés en el siglo XX. Al hacerlo, sacudieron al establishment religioso protestante de Los Ángeles, primero, y, después, de todo Estados Unidos. Como John Wesley declararon que el mundo era su parroquia, y por eso se organizaron para esparcir el mensaje que les incendiaba el corazón. En su tarea evangelizadora cometieron muchos errores, como creer que no necesitaban aprender el idioma hablado en el país al que se iban a dirigir porque el Espíritu Santo les daría el don de hablarlo en cuanto intentaran comunicar el Evangelio, pero tuvieron la entereza de reconocer su falla y lo mismo en Europa, que en Asia, África y América Latina plantaron congregaciones muy vitales que se extendieron rápidamente y se encarnaron en distintos países. Y esta obra fue realizada por creyentes comunes, sin las herramientas que los expertos consideraban necesarias para acometer la tarea proyectada. Podemos criticar su osadía de no hacerle caso a los expertos, pero de todas maneras su ejemplo de ser testigos en todo lugar nos sigue retando y desafía al cumplimiento de Mateo 28:19-20.

William J. Seymour y los congregantes en la Apostolic Faith Mission creyeron en la sanidad divina, en que por medio de la oración y la fe el Señor interviene y quita las dolencias y enfermedades de las personas. Para los cristianos que tenemos acceso a los beneficios de la medicina, que hemos crecido en una sociedad que gracias a la investigación médica combate con eficacia diversos flagelos de la buena salud, se nos hace muy difícil creer y practicar la sanidad divina. Sin embargo otros hermano(as) en la fe nos recuerdan que esa es una posibilidad que no debemos descartar, sino que debemos aprender a confiar en ella. Los indígenas evangélicos de Chiapas, en su mayoría presbiterianos, al igual que los pentecostales de Azusa lo hacían, oran fervorosamente para que Dios sane a quien sufre algún padecimiento y dan testimonio de que el enfermo(a), como sucedió con el paralítico en el Evangelio de Mateo, se levanta de su lecho y camina por sí mismo. Pero también los indígenas protestantes saber hacer uso de la medicina y tienen un muy exitoso programa de paramédicos, quienes al recetar algún medicamento al enfermo de la misma manera hacen oración por él o ella.

El énfasis de Seymour era que la Iglesia cristiana había sustituido la verdad del Evangelio con tradiciones y legalismos humanos, que la Palabra de liberación había sido mediatizada con tradiciones y reglas que maniataban las enseñanzas de Jesús. Por lo mismo el pastor afroamericano hablaba que era necesario restituir el cristianismo original, porque su lugar había sido usurpado por una religiosidad anquilosada. No es necesario estar de acuerdo con todo lo que afirmaron y practicaron en Azusa Street, ya que su radicalidad les impidió ver las verdaderas expresiones del Evangelio en otras iglesias cristianas, pero sí es muy importante reflexionar acerca de su legado y la pertinencia que tiene para nosotros hoy.
 

 


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