Al intentar hacer la Biblia más creíble a cada generación, armonizándola con un determinado estadio provisional de la ciencia, se distorsionaba su verdadero mensaje y se subordinaba su autoridad divina a las concepciones temporales del conocimiento humano. De modo que, la verdad científica de ayer, con el transcurso del tiempo, pasaba a ser error generalmente admitido. ¿En qué lugar quedaban entonces las posturas concordistas de los religiosos?
Los creyentes debemos tener muy en cuenta que la misión principal de la Biblia no es la de informar a los seres humanos, sino la de formar moral y espiritualmente. Si Dios hubiera querido explicarnos de manera científica, mediante fórmulas físicas y matemáticas, cómo creó el mundo y a los seres vivos, es muy probable que el hombre no le hubiera entendido. De hecho, en la actualidad, todavía no estamos en condiciones de poder hacerlo. El universo y la vida encierran miles de misterios que la ciencia del siglo XXI todavía no alcanza a comprender, empezando por el propio origen de todo lo creado. Pero esa no fue la intención divina al inspirar la Escritura. Dios no quiso darnos explicaciones acerca de cómo nos creó, lo que quiso fue ofrecernos grandes verdades acerca de nosotros mismos, de nuestra esencia humana y de la naturaleza espiritual que nos caracteriza.
Al leer la Revelación descubrimos que la divinidad está muy interesada en que entendamos cuál es nuestro destino, así como el papel que el ser humano debe desempeñar en el mundo. El cómo de la creación le importaba mucho menos que el porqué y, sobre todo, el para qué. De ahí que el relato del Génesis tenga una intención más pedagógica y ética que científica o descriptiva.
No obstante, la ciencia creada por los humanos, igual que la historia, sólo puede trabajar con acontecimientos generales o, por lo menos, repetidos. No es capaz de pronunciarse sobre sucesos particulares que ocurrieron una sola vez y que escapan a su método de investigación. El científico debe ser testigo de lo que estudia. El historiador debe tener documentos de primera mano que sean universalmente aceptados. Pero con el tema de los orígenes esto resulta absolutamente imposible. Si Dios creó el universo e inspiró la Biblia, como creemos, únicamente él está en condiciones de manifestarnos lo que aconteció al principio. Y esto es, entre otras cosas, lo que le da un enorme valor al texto bíblico.
La Biblia conserva su incalculable mérito precisamente porque no está atada a una determinada representación del mundo, porque no es de carácter científico. Su mensaje, que es universal y atemporal, va dirigido a las personas de todos los tiempos y todos los lugares. Por eso todavía hoy, miles de años después de ser escrita, continúa enriqueciendo la vida de millones de criaturas.
Sin embargo,
el principal drama de nuestro tiempo es que muchos hombres y mujeres le han dado la espalda a la Biblia y ésta ya no constituyen la guía de sus vidas. Unos porque no la entienden y otros porque no la quieren entender. Como si al reconocer que no es un libro de ciencia se le hubiera perdido también el respeto y hubiera dejado de tener valor. La propia teología deslumbrada por el éxito de las ciencias experimentales, cometió el error de confundir el mensaje bíblico con los términos en que se comunicaba. Se pensó que al carecer de una forma científica ya no poseía ningún significado, embarullando así el fondo con la forma. Hasta los propios teólogos se refirieron al relato bíblico de los orígenes como si se tratara de un mito o una leyenda popular, con lo cual contribuyeron a provocar la pérdida de interés por su lectura. Se habló de las pretendidas influencias que los mitos paganos de otros pueblos tuvieron sobre el Génesis bíblico. El relato sencillo de la creación se convirtió así en una especie de rompecabezas ensamblado por piezas procedentes de múltiples fuentes distintas.
No cabe duda de que esta labor contribuyó a desacreditar la autoridad de la Biblia y a hacer que muchas personas creyeran que ésta no es más que una colección de leyendas judías sin interés para el hombre de hoy. Incluso se llegó a decir que era necesario emprender la tarea de desmitologizar la Escritura, arrancarle todos los mitos que al parecer llevaba ocultos y que no concordaban con los modernos descubrimientos científicos, para poder así comprender el verdadero mensaje de Dios. Pero al razonar de este modo se olvidó que la Biblia se dirige a los humanos de todas las épocas y que, por lo tanto, no puede emplear el lenguaje científico propio de nuestro tiempo.
Someter el relato bíblico de los orígenes y del resto de la Escritura a los conocimientos de una determinada época es desconocer su lenguaje y mutilar sus enseñanzas. Los once primeros capítulos del Génesis no son un mito, como algunos afirman, sino todo lo contrario, un auténtico antimito. Por eso, lo que conviene hacer no es desmitologizar la Biblia sino profundizar en ella para intentar entender todo aquello que tiene que decirnos como verdad revelada a nivel vivencial y humano.
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