“La humanidad publica un libro cada medio minuto”, nos advierte Zaid, por lo que “si uno leyera un libro diario, estaría dejando de leer cuatro mil, publicados el mismo día”. Pero como no se trata de acumular kilos de libros en la cuenta personal, “…por eso la medida de la lectura no debe ser el número de libros leídos, sino el estado en que nos dejan”. En este sentido, leer cotidianamente la Palabra es, o debería ser, una experiencia vital, que alcanza cada reducto de nuestro ser y nos renueva cotidianamente, ya que sus “misericordias nuevas son cada mañana” (Lamentaciones 3:22-23). Porque
el estudio de Las Escrituras es un ejercicio tanto intelectual como espiritual y práctico. Hay que entender el mensaje en su contexto, apropiarse de la enseñanza, internalizarla vivencialmente y llevarla a la vida de todos los días.
Una de las grandes bendiciones en la lectura de la Biblia, es poder realizarla junto con otros cristianos y cristianas que vivieron hace siglos o hace décadas. Por la lectura de sus comentarios a una sección o a un libro de la Palabra, somos parte de una
comunidad invisible y podemos beneficiarnos de sus hallazgos; nos hacemos preguntas junto con ellos; y se nos amplia el horizonte de nuestro entendimiento. Con San Agustín, Lutero y John Wesley coincidimos en el descubrimiento de que la salvación es un don gratuito de Dios. Sus escritos sobre la Carta a Los Romanos contribuyen a clarificar nuestra comprensión de los alcances de la ley y la gracia en Jesucristo. Pasajes leídos y releídos de pronto se nos revelan con un significado que revoluciona nuestra comprensión y nos conduce a experiencias vivificadoras y vivificantes. Entonces nos gozamos, como Lutero, cuando descubrió el sentido de Romanos 1:17: “Comencé a darme cuenta…(que) por medio del Evangelio se revela la justicia de Dios, o sea la, la justicia pasiva, en virtud de la cual Dios misericordioso nos justifica por la fe, conforme está escrito: ‘el justo por la fe vivirá’.
Me sentí entonces un hombre renacido y vi que se me habían franqueado las compuertas del paraíso. La Escritura entera se me apareció con cara nueva... Desde aquel instante, cuanto más intenso había sido mi odio anterior hacia la expresión ‘la justicia de Dios’, con tanto más amor comencé a exaltar esta palabra infinitamente dulce. Así, este pasaje de Pablo en realidad fue mi puerta del cielo. Leí después la obra
Del espíritu y de la letra de Agustín, donde, inesperadamente, me encontré con que él interpreta la justicia de Dios en el mismo sentido…” (Prólogo a la edición de sus
Obras completas en latín, 1545).
Pablo en el siglo primero, San Agustín en el IV, Lutero en el XVI y nosotros en el siglo XXI, conformamos, por la lectura, una comunidad hermenéutica que trasciende el tiempo y el espacio. Participamos con ellos, nos integramos a una comunidad invisible, estamos en la misma mesa todos juntos desentrañando la Palabra que es vida y verdad. De la misma manera otros de nuestros contemporáneos que viven cronológicamente junto con nosotros, pero separados geográficamente por cientos o miles de kilómetros, nos ayudan con sus libros a ver mejor la “multiforme sabiduría de Dios” (Efesios 3:10). Cotejando nuestros hallazgos con los de otros podemos evitar aplanar (caer en el reduccionismo que distorsiona) algo que tiene sinuosidades, aristas, profundidad, altura y anchura.
Pero si nada más tenemos intercambios de la lectura de la Palabra con los conspicuos integrantes de la que hemos llamado comunidad invisible, estamos en grave peligro de perder los aportes de la comunidad visible, la comunidad de creyentes de la que formamos parte. La iglesia local es insustituible como espacio hermenéutico para el discípulo(a) de Jesús. Podemos ser cristianos sin estar comprometidos en una iglesia local, asistir a una
no nos hace automáticamente cristianos. Pero si somos cristianos lo natural es que busquemos la comunión y compañía de nuestros hermanos y hermanas para crecer juntos en la fe. Está muy bien que sepamos lo que otras generaciones confrontaron cuando intentaron escudriñar Las Escrituras. Sin duda que sacaremos provecho de ello, pero la comunidad tangible, concreta, en la que nos desarrollamos es un nutriente del que no podemos prescindir.
El gran historiador cristiano, contemporáneo nuestro y cuyos libros deberían formar parte de las lecturas de los discípulos de habla castellana (porque esta es su lengua materna aunque también escribe en inglés), el cubano Justo González nos desafía de esta manera: “No es la palabra de Lutero la que permanece para siempre, sino la Palabra que Lutero estudió y trató de exponer y de proclamar. No hay tradición humana alguna que pueda contener esa Palabra, ni equipararse a ella. Esta es la importancia que tiene el estudio de la Biblia. La iglesia vive de la Palabra de Dios, como Israel en el desierto vivía del maná cotidiano. Cuando la iglesia deja de alimentarse de esa Palabra, sencillamente deja de ser la iglesia. Y cuando trata de vivir hoy sobre la base exclusiva de alguna interpretación anterior de la Biblia, le pasa lo mismo que al Israel de antaño cuando trató de guardar el maná de un día para otro. Luego, la gran tarea que se impone a nuestra generación –la tarea que se impone siempre cada generación cristiana- es acercarnos de nuevo a las Escrituras para descubrir qué ha de decirnos Dios hoy en ellas” (
Retorno a la historia del pensamiento cristiano, ASIT-Ediciones Kairós, 2004).
Una y otra, comunidad invisible/comunidad visible, se conjuntan para que nuestra lectura de la Palabra sea una actividad floreciente, abierta a la diversidad del pueblo de Dios. Quienes desdeñan los aportes exegéticos y hermenéuticos de nuestros antecesores en la historia de la Iglesia cristiana (“yo no necesito andar consultando lo que otros han escrito, a mí me basta nada más la Biblia”, sostiene con supuesta espiritualidad aquí y allá el cristiano aquejado de miopía bíblico-teológica), tienen muy altas probabilidades de repetir los mal entendidos de otras épocas.
Porque entre otras cosas que nos enseña la lectura de la historia es que difícilmente hay yerros hermenéuticos nuevos, casi todos ya tuvieron la oportunidad de hacer estragos en el pasado. Por eso, como Quevedo, “escucho con mis ojos a los muertos”, es decir, leo a quienes nos precedieron en la fe, y escucho con mis oídos a los vivos, o sea a la comunidad de creyentes en la que nos esforzamos por “interpreta(r) rectamente la palabra de verdad” (2 Ti. 2:15, NVI).
Si quieres comentar o