De hecho, comenzó esta guerra con la rebelión popular de los protestantes bohemios contra los tiranos católicos de la dinastía Habsburgo y en ella
los protestantes no lucharon para imponer su fe, sino para defender su derecho a vivirla en libertad; no fue para ellos una cruzada de imposición de la fe evangélica –en contra de lo que sugiere Monroy–, sino una guerra de resistencia en defensa de su libertad de conciencia. Fue la misma situación del levantamiento independentista de los Países Bajos: en ambos casos los protestantes usaron la fuerza para defenderse de ser eliminados y en las regiones que mantuvieron bajo su control no impusieron una sociedad totalitaria –como sugiere nuestro hermano–, sino una sociedad más libre y plural; en contraste, de haber triunfado las fuerzas católicas, no habría habido lugar para el protestantismo en Europa, ni tampoco para la libertad de conciencia y las libertades que le siguieron.
Como bien dice nuestro hermano, “el argumento de que fueron guerras más políticas que religiosas no convence”, porque era imposible separar fe de política, pues la defensa de la fe protestante suponía la defensa de la libertad de conciencia, y ambas constituían una imponente amenaza al poder absolutista religioso y político del papa de Roma y de los monarcas católicos. Ésta es ni más ni menos la propuesta central de la obra de Castelar:
la fe protestante trajo consigo las libertades políticas en oposición a la fe católica, que legitimó el absolutismo; de hecho, los pensadores católicos han culpado a la Reforma de ser el germen de todas las revoluciones que posteriormente contestaron al poder absoluto, criterio al que parece sumarse nuestro hermano.
Castelar nos recuerda que la Liga de Esmalkalden, primera manifestación del uso de la fuerza por parte de los protestantes, fue constituida con “el propósito firme de contrastar la autoridad imperial e impedir su invasión sistemática en los derechos reservados a los príncipes alemanes y su guerra implacable a la libertad del pensamiento y de la conciencia” (1). Reconozco que tenemos detrás el para mí difícil debate teológico de la justificación de la resistencia armada, pero
Castelar muestra elocuentemente que no tendríamos libertad de conciencia ni sociedad democrática en Europa si nuestros hermanos protestantes no se hubiesen enfrentado con las armas al absolutismo católico.
Y este tema es recurrente a lo largo de la historia hasta nuestros días, como acabamos de recordar en el aniversario de Bonhoeffer, el mismo que participó en el intento de conspiración violenta contra Hitler;
si algo no soportamos los protestantes es la imposición, ni religiosa ni política, y me temo que de este espíritu participa, como buen protestante, mi querido hermano Monroy. No hagamos, por favor, como los pastores que desde el cómodo exilio de Ginebra condenaban con argumentos teológicos a nuestros hermanos
camisards que se estaban levantando en armas contra las dragonadas del tirano Luis XIV que les quería exterminar. Hoy vivimos un dilema semejante ante la resistencia armada de los cristianos del sur de Sudán contra el genocidio al que les someten los islámicos.
Sugiero finalmente que la cita que trae Monroy sobre las masacres en la revolución de los campesinos es absolutamente inadecuada para ilustrar su argumentación, pues sabe bien que esas masacres ni se hicieron en nombre de la Reforma ni para defender o establecer el protestantismo, sino fue la respuesta de la aristocracia contra una revolución libertaria del campesinado, respuesta violentísima en defensa del orden establecido, no de la fe de la Reforma.
Lutero apoyó alternativamente los derechos de unos y otros, y no es de extrañar que nos sobren argumentos para criticarle porque él mismo no quedó satisfecho con su propia postura (carecía de la infalibilidad del papa de Roma, pero era mucho más honesto). ¿Y a quién defendería mi respetado Monroy? ¿a los campesinos, que fueron los primeros en usar la violencia para tratar de imponer su visión de la fe y sus implicaciones sociales, o a los nobles que usaron la violencia para defender el orden establecido? “Puesto que, amigos míos, ni unos ni otros defendéis cosa cristiana y obráis juntamente contra Dios, renunciad, yo os pido, a toda violencia. Vosotros, nobles alemanes, tenéis en vuestra contra la historia y el Evangelio, los cuales enseñan cómo todo tirano ha sido irremisiblemente castigado. Mirad las tiranías de los imperios asirio, persa, griego, romano; todas han perecido por la espada, después de por la espada haber comenzado. Y vosotros, labriegos, tenéis también ¡ay! en contra vuestra la Escritura y la experiencia. Quien desenvaina la espada, perece por la espada […] Insensatos, ¿qué os han hecho esos niños, esas mujeres, esos ancianos arrastrados en vuestra perdición, para que empapéis la tierra en sangre y hagáis tantas viudas y tantos huérfanos” sería sin duda una respuesta plenamente coherente con el esquema de mi hermano Monroy; pues él sabe como yo que éstas fueron las palabras de Lutero –ese tipo que le cae tan mal–, tal como copio del libro de Castelar que tanto aprecia (2).
Es emocionante escuchar a alguien no evangélico, como Hernández Arroyo, proclamar que los europeos somos hijos de Lutero, a quien reconoce como “el libertador de verdad, el forjador de occidente, de los derechos humanos, de la democracia, de la libertad personal protegida por la ley” (3); es doloroso, en contraste, escuchar a mi hermano Monroy rechazar a Lutero, pero cuando lo hace, es genuinamente protestante, porque nosotros somos los más vehementemente hipercríticos con nuestros hermanos y con nuestra heroica historia –y me sigo preguntando por qué–.
Aquellos hermanos nuestros usaron la fuerza para defenderse del genocidio y defender su derecho a mantener su fe y las libertades políticas que trajo la Reforma; muchos murieron por ello. Ciertamente no faltarán teólogos que condenen su recurso a la fuerza, pero gracias a aquellos hermanos en Occidente vivimos en una sociedad con libertades, las que le permiten a nuestro hermano Monroy escribir, sin miedo a ser perseguido por ello, que Lutero nunca le ha caído simpático. Por mi parte,
yo me descubro con reverencia ante Lutero y ante cada heroico y anónimo protestante que, según nos recuerda Castelar, supo poner su vida en juego por la fe y las libertades; reconozco en ellos, con orgullo, mis raíces.
(1) CASTELAR, Emilio:
La Revolución Religiosa. Barcelona, Montaner y Simón, 1880, tomo II, pág. 603.
(2)
op cit. tomo II, pág. 443-444.
(3) Agradezco a Xosé Lluis Fernández la aportación de esta referencia en
www.libertaddigital.com/opiniones/opi_desa_29713.html
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