El conservadurismo católico, intolerante y negador de la libertad de cultos, en América Latina tuvo que ser echado del poder por los liberales. En México, la gesta liderada por el indígena zapoteco,
Benito Juárez (de quien este año se cumple el bicentenario de su nacimiento) sentó las bases para la separación entre la Iglesia católica y el Estado, con lo que se estableció un gobierno laico, cuestión que el sector más recalcitrante de la derecha mexicana no le “perdona” hasta nuestros días a Juárez. Ocho décadas después de la lid liberal en México, otro presidente de fuertes raíces populares y sensible a la situación de las masas empobrecidas de los pueblos indígenas, Lázaro Cárdenas, invitó a William Cameron Townsend, fundador del Instituto Lingüistico de Verano (más conocido en inglés como Wycliffe Bible Translators), para que se instalará en el país junto con un equipo de traductores y así darle expresión escrita a las lenguas originarias. Cárdenas fue un personaje de izquierda, durante su gobierno (1934-1940), hizo de México un lugar de refugio para perseguidos por regímenes dictatoriales en muchas partes del mundo. Bajo su protección llegaron a México exiliados de Centro y Sudamérica, miles de republicanos españoles y León Trotsky, entre muchísimos otros. La estimación mutua entre Townsend y Cárdenas, con los años, los llevó a hacerse compadres.
¿Qué pensarían tantos admiradores que tiene en la izquierda latinoamericana y española Lázaro Cárdenas, de que éste fuera el causante de que llegaran a México los misioneros norteamericanos protestantes traductores de la Biblia? Porque si en sus reacciones históricas y recientes hacia los misioneros nos basamos, necesariamente concluimos que los tienen por adversarios ideológicos, los consideran enemigos de los intereses populares y emisarios de una cultura que pretenden imponer a los indígenas. La producción antropológica y sociológica latinoamericana sobre el rol de los misioneros está llena de lugares comunes, generalizaciones, premisas sin fundamentos en los hechos y acusaciones políticas. Son unos cuantos quienes, desde la izquierda, han tenido claridad intelectual para, sin necesariamente compartir los motivos y fines de los misioneros en nuestras tierras, tener apertura y tratar de comprender las razones que llevan a personas de otras culturas a insertarse por décadas en pueblos olvidados por casi todas las instancias de las sociedades latinoamericanas. De algunas de esas excepciones hablaremos más adelante.
Quienes en la derecha y la izquierda se tienen por propietarios de las conciencias indias, claman por la salida de los misioneros y exaltan el nacionalismo con argumentos simplistas. Recurren a la vieja estrategia de estigmatizar a los sujetos de su rechazo. Los señalan, más que con hechos comprobables y razonamientos, con enconada animadversión y, tal vez, no nos equivocamos si decimos que con odio. Echan a andar el proceso de estigmatización. Recordemos, con Irving Goffman, que “Los griegos… crearon el término
estigma para referirse a signos corporales con los cuales se intentaba exhibir algo malo y poco habitual en el estatus moral de quien los presentaba. Los signos consistían en cortes o quemaduras en el cuerpo, y advertían que el portador era un esclavo, un criminal o un traidor –una persona corrupta, ritualmente deshonrada, a quien debía evitarse, especialmente en lugares públicos-… En la actualidad, la palabra es ampliamente utilizada en un sentido bastante parecido al original, pero con ella se designa preferentemente al mal en sí mismo y no a sus manifestaciones corporales”.
Los estigmatizadores, que en el caso de la izquierda son conspicuos integrantes del sector
radical chic (muy protectores de los indígenas pero desde la comodidad de la ciudad de México), quieren decidir quién o quién no entra a las comunidades indias. Ellos, con su sapiencia y corrección política, saben lo que es bueno para millones de integrantes de los pueblos originarios de México, un poco más del diez por ciento de los habitantes del país. Con su actitud paternalista, y en el fondo profundamente racista, pretenden decidir por los indígenas, a quienes, sin atreverse a decirlo, consideran en minoría de edad mental. Esos indígenas imaginarios no existen, son construcciones academicistas e interesadas políticamente. Los pueblos indios reales, con los que en mi caso me he encontrado durante una década de investigaciones en Chiapas y los que reportan otros investigadores que se adentran en esas comunidades, son diversos y en su seno (como en el resto de la sociedad) conviven personas con intereses y creencias plurales. No son sucursales del cielo, como románticamente nos quieres hacer creer sus paternalistas defensores, pero tampoco son el infierno cotidiano que sus detractores propagan con desconocimiento y desprecio.
Como en el caso de México –cuando a finales de la década de los setentas y principios de los ochentas del siglo pasado la izquierda desató una furibunda campaña contra los misioneros del Instituto Lingüistico de Verano, que llevó a su salida del país- me temo que los recientes sucesos de Venezuela (con los misioneros de Nuevas Tribus) y de Brasil (con los misioneros en la Amazonia), siguen el mismo patrón de lanzar acusaciones sin tener pruebas que las sustenten. Al igual que en México, en Venezuela y Brasil están ausentes en la polémica los sujetos principales y únicos con derecho para decidir sobre el asunto: los indígenas. Cualquiera que haya conocido de cerca a los indios latinoamericanos, sabe que es imposible establecerse entre ellos sin su anuencia o su invitación. Nadie puede llegar por su propia cuenta y establecerse en su interior. En el caso de Chiapas, los misioneros norteamericanos llegaron a la región Altos de esa entidad a mediados de la década de los treintas del siglo veinte. Su trabajo fructificó por la receptividad de un buen sector de los indígenas. Éstos decidieron recibirlos, hacer suyo el mensaje, encarnarlo y diseminarlo entre los pueblos. Hoy las regiones preponderantemente indias de México son las que reportan los más altos porcentajes de habitantes protestantes/evangélicos. ¿Fue esto obra del hombre blanco? No, se debe a la vitalidad con la cual los indígenas abrazaron su nueva creencia. Afirmar lo contrario es nada más y nada menos que racismo.
¿Por qué no le preguntan a los indígenas si aceptan o no a los misioneros? ¿Por qué ese afán de encomenderos españoles del siglo XVI que niega el derecho a los indígenas de practicar la religión que quieran? ¿Tienen los indios la libertad de elegir una nueva identidad? ¿Forzosamente deben guardar las tradiciones y religiosidad ancestrales? ¿Y si no quieren? Mientras paternalmente discuten el futuro de los indígenas, éstos construyen su cotidianidad religiosa y, en muchos casos, consideran a los misioneros como de su propia etnia, por la sencilla razón de que mientras la sociedad los rechazaba y acuñaba la palabra indio como sinónimo de ignorante, inferior y ladrón, los misioneros convivieron solidariamente entre ellos. Por cierto que hay infinitamente menos misioneros evangélicos norteamericanos en los pueblos indios de México, que curas católicos de origen extranjero, principalmente provenientes de Estados Unidos y Europa.
A las generalizaciones de la izquierda antes referidas, es importante contraponerle las excepciones que lúcidamente vieron en los misioneros protestantes esfuerzos ajenos a la conquista política. Tenemos el caso del marxista peruano José Carlos Mariategui (1894-1930), que entabló amistad e intercambios intelectuales con el misionero presbiteriano, escocés, John A. Mackay. Mariategui prefirió matricular a su hijo en el colegio que fundó Mackay y no en las escuelas dominadas por el clericalismo católico. El también peruano y político opositor Víctor Raúl Haya de la Torre, iniciador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana, tuvo la protección de Mackay cuando lo perseguían las fuerzas dictatoriales y lo ayudó a exiliarse. Este hecho siempre se lo agradeció el revolucionario al misionero.
En México el legendario activista y escritor José Revueltas, de quien Octavio Paz dijo fue “uno de los mejores escritores de mi generación y uno de los hombres más puros de México”, en 1943 hizo un viaje desde la ciudad de México hasta el norte del país, a Vicam, Sonora. De ello dejó constancia en una crónica. Ya en Vicam, pueblo indígena, el militante comunista se impresionó con el trabajo del lingüista John Dedrick, a quien describió como de estatura regular, delgado, ojos claros nórdicos y apasionado de su trabajo. A Revueltas le impactó que Dedrick llevara viviendo varios años en el inhóspito lugar (con temperaturas de 42 grados Celsius a la sombra en ciertas épocas del año): “Lleva algunos años de vivir en Vicam, junto con su esposa, y habita una casucha miserable, tanto y en malas condiciones como la de cualquier indígena. Quise preguntarles qué actitud tenían para con él los indios; si no les causaba extrañeza verlo junto a ellos, viviendo igualmente que ellos y estudiando sus problemas. La respuesta me la dieron los propios yaquis: Le decimos Juanito. Es muy bueno. Sabe muy bien nuestro idioma”.
Más adelante, en su crónica, Revueltas dejó constancia de su reconocimiento y esperanza en el trabajo del ILV:
El Instituto Lingüistico de Verano tiene distribuidos representantes y trabajadores a lo largo de todo el país, entre cada una de las tribus, con el propósito de que estudien, descubran, ordenen, la gramática de los idiomas indígenas. Hay miembros de dicho Instituto entre los mayas, los choles, los tzeltales, los tojolabales, los tzotziles, los chontales de Tabasco, los mixes, los zapotecas, los chontales de Oaxaca, los popolucos, los chinantecos, los cuitecos, los popolocas de Puebla, los mixtecos y una docena más de grupos étnicos que se encuentran distribuidos en diferentes partes de la República. Dentro de unos diez años, a lo más, la imperceptible, tenaz, abnegada labor de estos trabajadores de la filología nos dará la sorpresa de que nuestras lenguas indígenas cuenten con un alfabeto racional, con una gramática, con unas leyes, con una fisonomía, en fin, que les dé impulso para hacer llegar hasta los indios de México todo el acervo de cultura necesario para que vivan una vida libre y de pleno desarrollo.
Otro escritor de izquierda, en plena productividad hoy, Carlos Montemayor, autor de la novela
Guerra en el paraíso, que literariamente narra el movimiento guerrillero mexicano de los setentas del siglo anterior, y quien entre otros libros escribió
Chiapas, la rebelión indígena de México; así como
Los pueblos indios de México hoy, redactó en 1998 el prefacio al
Diccionario Tzeltal, fruto del paciente trabajo de la misionera Marianna Slocum y su colaborador Manuel Cruz Aguilar. La antropóloga llegó a fines de los treintas a Chiapas, para trabajar entre los tzeltales. Después de varios años, y gracias a la apropiación que de la obra misionera hicieron los indígenas, las iglesias evangélicas crecieron con gran rapidez. Slocum tradujo el Nuevo Testamento al tzeltal y dejó las bases para la posterior traducción de toda la Biblia.
Montemayor, en su prefacio, llama la atención a la aparición del
Diccionario después del alzamiento zapatista de 1994, porque “Es una señal verdadera de comunicación con los pueblos indígenas de Chiapas. Una forma de tender un puente de comunicación entre dos lenguas para acercarnos a ellos y dialogar. En una hora como ésta, los trabajos de antropólogos, historiadores, pedagogos, escritores o lingüistas como Marianna Slocum y Manuel Cruz Aguilar, son esfuerzos por la paz. Con esfuerzos así es posible acercarnos al México profundo que desconocemos. Acercarnos para ser justos con ese México que también somos nosotros”.
Bien conocido en nuestro país por su muy extensa obra escrita, por su agudeza en el análisis de la historia, la cultura y la política mexicanas, Carlos Monsiváis (ganador en España en el año dos mil del Premio Anagrama de Ensayo, con el libro Aires de familia, cultura y sociedad en América Latina) es quien desde la izquierda ha ido más lejos que nadie y ha propuesto se haga un amplio reconocimiento público a los aportes del Instituto Lingüistico de Verano. No faltará, desde la izquierda más anquilosada y conservadora, quien diga que es una más de las conocidas herejías de Monsiváis.
A su manera, los pueblos indios buscan su lugar en la globalidad. Tienen ese derecho y no se les debe negar desde una concepción que sustituye a los pueblos indígenas reales por proyecciones ideológicas y prejuicios flamígeros.
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